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Una-tierra-prometida (1)

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El presidente y la primera dama, Laura Bush, nos recibieron en el Pórtico

Sur, y tras el obligatorio saludo a los reporteros, el presidente Bush y yo nos

dirigimos al despacho Oval, mientras Michelle y la señora Bush fueron a la

residencia a tomar el té. Tras algunas fotografías más y después de que un

joven mayordomo nos ofreciera un refrigerio, el presidente me invitó a

tomar asiento.

—¿Y? —me preguntó— ¿Qué se siente?

—Es demasiado —dije sonriendo—. Seguro que lo recuerdas.

—Sí, lo recuerdo. Parece que fue ayer —dijo asintiendo con energía—.

Aunque, te lo advierto... es todo un viaje el que estás a punto de empezar.

No hay nada parecido. Hay que recordarlo todos los días para valorarlo.

Ya fuera por respeto a la institución, por la experiencia de su padre o por

los malos recuerdos de su propia transición (había rumores de que algunos

empleados de los Clinton habían quitado la letra w de los ordenadores de la

Casa Blanca antes de marcharse), o quizá solo por una cortesía elemental, el

presidente Bush terminó haciendo todo lo que estuvo en su mano para que

las cosas fluyeran sin problemas durante aquellas once semanas entre mi

elección y su partida. Todos los despachos de la Casa Blanca tenían un

detallado «manual de instrucciones». El personal se había ofrecido a

reunirse con sus sucesores, responder preguntas e incluso permitir que

estuvieran presentes mientras aún cumplían con sus obligaciones. Las hijas

de Bush, Barbara y Jenna, por aquel entonces ya unas jovencitas,

reorganizaron sus agendas para hacerles a Malia y a Sasha su propio

recorrido por los lugares más «divertidos» de la Casa Blanca. Me prometí a

mí mismo que, cuando llegara el momento, trataría a mi sucesor de la

misma forma.

El presidente y yo charlamos sobre una amplia cantidad de temas —la

economía, Irak, los medios de comunicación acreditados, el Congreso—

durante esa primera semana sin que él abandonara su tono bromista y un

poco inquieto. Me ofreció francas valoraciones sobre algunos líderes

extranjeros, me advirtió de que personas de mi propio partido acabarían

causándome algunos de los peores dolores de cabeza y accedió

amablemente a organizar un almuerzo con todos los expresidentes vivos en

algún momento antes de la investidura.

Sabía que había ciertos límites inevitables en la sinceridad de un

presidente frente a su sucesor; sobre todo frente a uno que se había opuesto

a gran parte de su historial. Al mismo tiempo era consciente de que más allá

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