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Una-tierra-prometida (1)

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—Papi, ¿has ganado?

—Creo que sí, cariño.

—¿Y se supone que estamos yendo a una gran fiesta para celebrarlo?

—Así es. ¿Por qué lo preguntas?

—Bueno, me parece que no va a ir mucha gente a la fiesta porque no hay

coches en la calle.

Me reí; mi hija tenía razón. A excepción de nuestra comitiva, los seis

carriles a cada lado estaban completamente vacíos.

La seguridad también había cambiado en el hotel, había equipos SWAT

armados y desplegados en las escaleras. Nuestra familia y los amigos más

cercanos ya estaban en la suite. Todo el mundo sonreía, los niños corrían

por la habitación, pero la atmósfera seguía siendo extrañamente silenciosa,

como si la realidad de lo que estaba a punto de suceder todavía no se

hubiese resuelto en sus cabezas. Mi suegra en particular ni siquiera fingía

estar relajada. A través del bullicio la vi en el sofá, los ojos fijos en el

televisor, su expresión de incredulidad. Intenté imaginar en qué estaba

pensando: había crecido a pocos kilómetros de distancia en una época en la

que todavía había muchos barrios de Chicago en los que los negros ni

siquiera podían entrar a salvo. Una época en la que un trabajo de oficina era

inalcanzable para la mayoría de los negros y en la que su padre, incapaz de

conseguir un carné de los sindicatos controlados por blancos, se las tuvo

que arreglar como vendedor ambulante. Una época en la que pensar en un

presidente de Estados Unidos negro hubiese parecido tan inverosímil como

un cerdo volando.

Me senté a su lado en el sofá.

—¿Te encuentras bien? —le pregunté.

Marian se encogió de hombros y siguió mirando la televisión. Dijo:

—Es un poco demasiado.

—Lo sé.

La tomé de la mano y la apreté, los dos nos quedamos sentados

compartiendo el silencio durante un momento. Y entonces de repente la

imagen de mi cara alumbró la pantalla de la tele y la ABC anunció que iba a

ser el cuadragésimo cuarto presidente de Estados Unidos.

La habitación estalló. Se oían gritos por toda la sala. Michelle y yo nos

besamos y se apartó suavemente para echarme un vistazo mientras se reía y

sacudía la cabeza. Reggie y Marvin entraron corriendo para darle a todo el

mundo fuertes abrazos. Pronto llegaron también Plouffe, Axe y Gibbs, y les

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