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Una-tierra-prometida (1)

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unas pocas calles de nuestra casa en Hyde Park, llevamos a Malia y a Sasha

con nosotros, y después las mandamos a la escuela.

Después hice un viaje rápido a Indianápolis para visitar una sede de

campaña y darles la mano a algunos votantes. Más tarde, jugué al

baloncesto (una superstición que Reggie y yo habíamos adoptado después

de haber echado unas canastas la mañana de la del caucus de Iowa, pero con

la que no habíamos cumplido el día de las primarias en New Hampshire)

con Craig, algunos viejos colegas y un puñado de hijos de amigos lo

bastante rápidos y fuertes para mantenernos a todos ocupados. Fue un

partido competitivo, lleno de los típicos insultos bondadosos, aunque sí noté

la ausencia de faltas graves. Más tarde me enteré de que había sido así por

órdenes de Craig, ya que sabía que su hermana le iba a responsabilizar si yo

volvía a casa con un ojo morado.

Mientras tanto Gibbs seguía las noticias en los estados clave, parecía que

la participación estaba rompiendo récords en todo el país, lo cual generaba

problemas en algunos centros electorales y los votantes tenían que esperar

hasta cuatro o cinco horas para depositar sus papeletas. Las retransmisiones

desde el lugar, según Gibbs, mostraban a la gente más alegre que frustrada,

con personas mayores sentadas en tumbonas y voluntarios repartiendo

refrescos como si todos estuvieran en las fiestas del barrio.

Me pasé el resto de la tarde en casa dando vueltas en vano mientras a

Michelle y a las niñas les arreglaban el pelo. Solo en mi estudio, me esmeré

en editar los borradores de mis dos discursos, el del triunfo y el de la

derrota. A eso de las ocho llamó Axe para decir que las cadenas estaban

anunciando que habíamos ganado en Pensilvania, y Marvin dijo que

deberíamos ir yendo al hotel del centro en el que íbamos a ver los

resultados antes de trasladarnos a la concentración pública del parque

Grant.

Frente a la puerta principal de nuestra casa, parecía que la cantidad de

agentes del Servicio Secreto y de vehículos se había duplicado en las

últimas horas. El jefe de mi equipo, Jeff Gilbert, me estrechó la mano y tiró

para darme un breve abrazo. Hacía un tiempo atípicamente caluroso para

Chicago en aquella época del año, casi veinte grados, y mientras

avanzábamos por el Lake Shore Drive, Michelle y yo estábamos en

silencio, mirando por la ventana hacia el lago Michigan, escuchando cómo

las niñas jugaban en el asiento de atrás. De pronto Malia me miró y

preguntó:

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