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Una-tierra-prometida (1)

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La calle apenas había cambiado en treinta y cinco años. Pasé por detrás

de un pequeño templo sintoísta y del centro comunitario, y después las filas

de casas de madera ocasionalmente interrumpidas por bloques de

apartamentos de hormigón de tres plantas. Había hecho el trayecto de

aquella calle botando mi primer balón de baloncesto —regalo de mi padre

cuando tenía diez años— corriendo con él la irregular acera de camino

hacia las canchas de la escuela primaria que quedaba cerca o volviendo de

ellas. Toot solía decir que siempre sabía cuándo regresaba a casa a cenar

porque podía escuchar el maldito balón rebotando desde la décima planta.

Había bajado aquella calle corriendo para ir al supermercado a comprarle

cigarrillos, entusiasmado porque me había dicho que si regresaba en diez

minutos podía comprarme una barra de chocolate con el cambio. Más tarde,

cuando tenía quince, había caminado por aquella misma calle de regreso a

casa después de mi turno en mi primer trabajo poniendo helados en el

Baskin-Robbins a la vuelta de la esquina. Toot se reía a carcajadas cuando

me quejaba de mi miserable paga.

Otros tiempos. Otra vida. Más humilde y sin consecuencias para el resto

del mundo. Pero una vida que me había dado amor. Cuando Toot muriera,

no quedaría nadie que recordara aquella vida, o nadie que me recordara en

ella.

Oí la estampida de pasos detrás. De alguna manera el grupo de

periodistas se había enterado de mi imprevista excursión y ahora se

apiñaban en la acera al otro lado de la calle, los cámaras se empujaban para

obtener las tomas, los reporteros me miraban extrañados con los micrófonos

en mano, sintiendo el apuro de tener que hacerme una pregunta. Eran

respetuosos, en realidad solo hacían su trabajo, y en cualquier caso yo

apenas había andado cuatro calles. Hice un breve saludo a la prensa y

regresé al aparcamiento. Me di cuenta de que no tenía sentido seguir

adelante. Lo que estaba buscando ya no se encontraba allí.

Dejé Hawái y regresé al trabajo. Ocho días más tarde, en la víspera de las

elecciones, Maya llamó para contarme que Toot había fallecido. Era mi

último día de campaña. Según la agenda, aquella tarde teníamos que estar

en Carolina del Norte y luego viajar a Virginia para nuestro acto final.

Antes de ir al estadio, Axe me preguntó amablemente si necesitaba ayuda

para escribir un apunte, dentro de los comentarios habituales de la campaña,

para reseñar brevemente el fallecimiento de mi abuela. Se lo agradecí, pero

le dije que no. Ya sabía lo que quería decir.

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