Una-tierra-prometida (1)
«He pensado que tal vez quieras llevarte algunas», dijo.Levanté unas cuantas fotografías que estaban sobre la mesilla. Misabuelos y mi madre de ocho años riéndose en un campo de Yosemitecubierto de hierba. Yo, con cuatro o cinco años, a los hombros del abuelo,rodeados por unas olas que golpeaban contra nosotros. Los cuatro conMaya, todavía una niña pequeña, sonriendo junto a un árbol de navidad.Me senté en la silla que estaba junto a la cama y sostuve la mano de miabuela. Tenía el cuerpo consumido, le costaba respirar. Cada cierto tiempola sacudía una violenta tos seca que parecía el chirrido de un engranaje. Enun par de ocasiones murmuró suavemente, aunque las palabras, si es que lashubo, se me escaparon.¿Qué estaría soñando? Me preguntaba si había podido echar la vista atrásy hacer balance, o si por el contrario le habría parecido un gesto demasiadocomplaciente. Quería pensar que sí lo había hecho; que se había deleitadoen sus recuerdos con algún amante de antaño, o con algún día perfecto ysoleado de su juventud en el que había tenido algo de buena suerte, y elmundo se había revelado como un lugar grande y prometedor.Recordé la conversación que había tenido con ella cuando estaba en lasecundaria, durante la época en que sus problemas crónicos de espaldaempezaron a complicarle sus largos paseos.«Lo malo de envejecer, Bar —me dijo Toot—, es que sigues siendo lamisma persona en el interior. —Recuerdo sus ojos estudiándome tras lasgruesas lentes bifocales, como si quisiera asegurarse de que la estabaoyendo—. Estás atrapada en este maldito cacharro que empieza adesplomarse, pero sigues siendo tú. ¿Entiendes?»Ahora lo entendía.Durante la siguiente hora me quedé sentado conversando con Maya sobresu trabajo y su familia, sin dejar de acariciar todo el tiempo la seca yhuesuda mano de Toot. Pero al final la habitación me pareció demasiadollena de recuerdos que chocaban, se fusionaban y refractaban como lasimágenes de un calidoscopio y le dije a Maya que quería salir un momentoa dar un paseo. Después de consultarlo con Gibbs y mis agentes delServicio Secreto, estuvimos de acuerdo en no informar al grupo deperiodistas que esperaba en la planta baja. Tomé el ascensor al sótano y salípor el aparcamiento a la angosta calle que bajaba hacia la izquierda pordetrás del bloque de apartamentos de mis abuelos.
La calle apenas había cambiado en treinta y cinco años. Pasé por detrásde un pequeño templo sintoísta y del centro comunitario, y después las filasde casas de madera ocasionalmente interrumpidas por bloques deapartamentos de hormigón de tres plantas. Había hecho el trayecto deaquella calle botando mi primer balón de baloncesto —regalo de mi padrecuando tenía diez años— corriendo con él la irregular acera de caminohacia las canchas de la escuela primaria que quedaba cerca o volviendo deellas. Toot solía decir que siempre sabía cuándo regresaba a casa a cenarporque podía escuchar el maldito balón rebotando desde la décima planta.Había bajado aquella calle corriendo para ir al supermercado a comprarlecigarrillos, entusiasmado porque me había dicho que si regresaba en diezminutos podía comprarme una barra de chocolate con el cambio. Más tarde,cuando tenía quince, había caminado por aquella misma calle de regreso acasa después de mi turno en mi primer trabajo poniendo helados en elBaskin-Robbins a la vuelta de la esquina. Toot se reía a carcajadas cuandome quejaba de mi miserable paga.Otros tiempos. Otra vida. Más humilde y sin consecuencias para el restodel mundo. Pero una vida que me había dado amor. Cuando Toot muriera,no quedaría nadie que recordara aquella vida, o nadie que me recordara enella.Oí la estampida de pasos detrás. De alguna manera el grupo deperiodistas se había enterado de mi imprevista excursión y ahora seapiñaban en la acera al otro lado de la calle, los cámaras se empujaban paraobtener las tomas, los reporteros me miraban extrañados con los micrófonosen mano, sintiendo el apuro de tener que hacerme una pregunta. Eranrespetuosos, en realidad solo hacían su trabajo, y en cualquier caso yoapenas había andado cuatro calles. Hice un breve saludo a la prensa yregresé al aparcamiento. Me di cuenta de que no tenía sentido seguiradelante. Lo que estaba buscando ya no se encontraba allí.Dejé Hawái y regresé al trabajo. Ocho días más tarde, en la víspera de laselecciones, Maya llamó para contarme que Toot había fallecido. Era miúltimo día de campaña. Según la agenda, aquella tarde teníamos que estaren Carolina del Norte y luego viajar a Virginia para nuestro acto final.Antes de ir al estadio, Axe me preguntó amablemente si necesitaba ayudapara escribir un apunte, dentro de los comentarios habituales de la campaña,para reseñar brevemente el fallecimiento de mi abuela. Se lo agradecí, perole dije que no. Ya sabía lo que quería decir.
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«He pensado que tal vez quieras llevarte algunas», dijo.
Levanté unas cuantas fotografías que estaban sobre la mesilla. Mis
abuelos y mi madre de ocho años riéndose en un campo de Yosemite
cubierto de hierba. Yo, con cuatro o cinco años, a los hombros del abuelo,
rodeados por unas olas que golpeaban contra nosotros. Los cuatro con
Maya, todavía una niña pequeña, sonriendo junto a un árbol de navidad.
Me senté en la silla que estaba junto a la cama y sostuve la mano de mi
abuela. Tenía el cuerpo consumido, le costaba respirar. Cada cierto tiempo
la sacudía una violenta tos seca que parecía el chirrido de un engranaje. En
un par de ocasiones murmuró suavemente, aunque las palabras, si es que las
hubo, se me escaparon.
¿Qué estaría soñando? Me preguntaba si había podido echar la vista atrás
y hacer balance, o si por el contrario le habría parecido un gesto demasiado
complaciente. Quería pensar que sí lo había hecho; que se había deleitado
en sus recuerdos con algún amante de antaño, o con algún día perfecto y
soleado de su juventud en el que había tenido algo de buena suerte, y el
mundo se había revelado como un lugar grande y prometedor.
Recordé la conversación que había tenido con ella cuando estaba en la
secundaria, durante la época en que sus problemas crónicos de espalda
empezaron a complicarle sus largos paseos.
«Lo malo de envejecer, Bar —me dijo Toot—, es que sigues siendo la
misma persona en el interior. —Recuerdo sus ojos estudiándome tras las
gruesas lentes bifocales, como si quisiera asegurarse de que la estaba
oyendo—. Estás atrapada en este maldito cacharro que empieza a
desplomarse, pero sigues siendo tú. ¿Entiendes?»
Ahora lo entendía.
Durante la siguiente hora me quedé sentado conversando con Maya sobre
su trabajo y su familia, sin dejar de acariciar todo el tiempo la seca y
huesuda mano de Toot. Pero al final la habitación me pareció demasiado
llena de recuerdos que chocaban, se fusionaban y refractaban como las
imágenes de un calidoscopio y le dije a Maya que quería salir un momento
a dar un paseo. Después de consultarlo con Gibbs y mis agentes del
Servicio Secreto, estuvimos de acuerdo en no informar al grupo de
periodistas que esperaba en la planta baja. Tomé el ascensor al sótano y salí
por el aparcamiento a la angosta calle que bajaba hacia la izquierda por
detrás del bloque de apartamentos de mis abuelos.