Una-tierra-prometida (1)

eimy.yuli.bautista.cruz
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07.09.2022 Views

Me gusta pensar que, si McCain hubiese tenido la oportunidad de volveratrás, tal vez habría elegido a alguien distinto. Realmente creo que para élsu país era lo más importante.El hechizo que había empezado con Edith Childs y su enorme sombrero enuna pequeña habitación de Greenwood, Carolina del Sur, hacía ya más deun año, había crecido espontáneamente, se había propagado entremultitudes de cuarenta o cincuenta mil personas y la gente llenaba estadiosy parques públicos impávida ante el atípico calor de octubre. «¡En marcha,estamos listos! ¡En marcha, estamos listos!» Habíamos creado algo juntos,se podía sentir la energía como si fuera una fuerza física. A pocas semanasde las elecciones, nuestras sedes de campaña locales luchaban por encontrarespacios lo bastante grandes para acoger a la gran cantidad de personas quese apuntaban como voluntarias. El póster del diseñador Shepard Fairey,titulado «esperanza», una versión estilizada de mi cara en rojo, blanco yazul, con la mirada fija en el horizonte, de pronto parecía omnipresente,como si la campaña hubiese traspasado la política y hubiese entrado en elreino de la cultura popular. «Eres la nueva moda», bromeaba Valerie.Eso me preocupaba. La inspiración que estaba generando nuestracampaña, el espectáculo de tantas personas jóvenes a las que se les acababade dar la opción de generar un cambio, el modo en que estábamos uniendo aestadounidenses por encima de las diferencias de raza y de clase era lamaterialización de todo lo que alguna vez había soñado que se podía haceren política y me llenaba de orgullo. Pero el hecho de que continuamente meelevaran al nivel de un símbolo iba en contra de mis instintos de trabajadorcomunitario, sentía que el cambio implicaba un «nosotros» y no un «yo».Personalmente también era confuso, me exigía analizar a cada instante lasituación para estar seguro de que no había comprado el desplieguepublicitario, y recordarme a mí mismo la distancia que había entre aquellaimagen retocada y la persona imperfecta, por lo general insegura, que erayo.Me enfrentaba también a la posibilidad de que, si me elegían presidente,sería imposible estar a la altura de las descomunales expectativasdepositadas en mí. Desde que había ganado la candidatura demócrata, habíaempezado a experimentar otra forma de leer el periódico, una que mesobresaltaba. Cada titular, cada historia, cada revelación suponían un nuevo

problema que debía resolver. Y los problemas se acumulaban con rapidez.A pesar de que el TARP se había aprobado, el sistema financiero seguíaparalizado. El mercado inmobiliario caía en picado. La economía perdíapuestos de trabajo a un ritmo acelerado y se especulaba que pronto tambiéniban a estar en riesgo los «tres grandes» fabricantes de automóviles.No me asustaba la responsabilidad de afrontar esos problemas. De hecho,me agradaba poder hacerlo. Pero por lo que comenzaba a ver lo másprobable era que las cosas empeoraran significativamente antes de empezara mejorar. Resolver la crisis financiera —por no mencionar acabar con dosguerras, cumplir con mi compromiso con la asistencia sanitaria e intentarsalvar al planeta de la catástrofe del cambio climático— iba a ser un largo yarduo trabajo. Iba a requerir un Congreso colaborativo, aliados biendispuestos y una ciudadanía informada y movilizada, capaz de sostener lapresión en el sistema y no un único salvador.¿Qué iba a pasar cuando el cambio no se produjera lo bastante rápido?¿Cómo iban a responder aquellas entusiastas multitudes a los inevitablesreveses y compromisos? Se convirtió en una broma habitual entre el equipoy yo: «¿Estamos seguros de que queremos ganar? Todavía estamos a tiempode arrojar la toalla». Marty tenía una versión más étnica de ese sentimiento:«Doscientos treinta y dos años y esperan a que la economía se estédesmoronando para entregársela a un hermano!».Más que cualquier cosa relacionada con la campaña, lo que más oscurecíami estado de ánimo los últimos días de octubre eran las noticias quellegaban de Hawái. Maya había llamado para contarme que los médicos nocreían que Toot aguantara mucho más, como máximo una semana. Estabaconfinada en la cama de hospital alquilada que se había instalado en elsalón de su apartamento, atendida por una enfermera de cuidados terminalesy con medicamentos paliativos. Aunque Toot había asustado a mi hermanacon un repentino estallido de lucidez la noche anterior en el que habíapedido las últimas novedades de la campaña, y también un cigarrillo y unacopa de vino, ahora dormía y solo era consciente a ratos.Por ese motivo, doce días antes de las elecciones, hice un viaje de treintay seis horas a Honolulu para despedirme. Cuando llegué al apartamento deToot, Maya me estaba esperando. Vi que había estado sentada en el sofájunto a un par de cajas de zapatos repletas de viejas cartas y fotografías.

problema que debía resolver. Y los problemas se acumulaban con rapidez.

A pesar de que el TARP se había aprobado, el sistema financiero seguía

paralizado. El mercado inmobiliario caía en picado. La economía perdía

puestos de trabajo a un ritmo acelerado y se especulaba que pronto también

iban a estar en riesgo los «tres grandes» fabricantes de automóviles.

No me asustaba la responsabilidad de afrontar esos problemas. De hecho,

me agradaba poder hacerlo. Pero por lo que comenzaba a ver lo más

probable era que las cosas empeoraran significativamente antes de empezar

a mejorar. Resolver la crisis financiera —por no mencionar acabar con dos

guerras, cumplir con mi compromiso con la asistencia sanitaria e intentar

salvar al planeta de la catástrofe del cambio climático— iba a ser un largo y

arduo trabajo. Iba a requerir un Congreso colaborativo, aliados bien

dispuestos y una ciudadanía informada y movilizada, capaz de sostener la

presión en el sistema y no un único salvador.

¿Qué iba a pasar cuando el cambio no se produjera lo bastante rápido?

¿Cómo iban a responder aquellas entusiastas multitudes a los inevitables

reveses y compromisos? Se convirtió en una broma habitual entre el equipo

y yo: «¿Estamos seguros de que queremos ganar? Todavía estamos a tiempo

de arrojar la toalla». Marty tenía una versión más étnica de ese sentimiento:

«Doscientos treinta y dos años y esperan a que la economía se esté

desmoronando para entregársela a un hermano!».

Más que cualquier cosa relacionada con la campaña, lo que más oscurecía

mi estado de ánimo los últimos días de octubre eran las noticias que

llegaban de Hawái. Maya había llamado para contarme que los médicos no

creían que Toot aguantara mucho más, como máximo una semana. Estaba

confinada en la cama de hospital alquilada que se había instalado en el

salón de su apartamento, atendida por una enfermera de cuidados terminales

y con medicamentos paliativos. Aunque Toot había asustado a mi hermana

con un repentino estallido de lucidez la noche anterior en el que había

pedido las últimas novedades de la campaña, y también un cigarrillo y una

copa de vino, ahora dormía y solo era consciente a ratos.

Por ese motivo, doce días antes de las elecciones, hice un viaje de treinta

y seis horas a Honolulu para despedirme. Cuando llegué al apartamento de

Toot, Maya me estaba esperando. Vi que había estado sentada en el sofá

junto a un par de cajas de zapatos repletas de viejas cartas y fotografías.

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