Una-tierra-prometida (1)
Me gusta pensar que, si McCain hubiese tenido la oportunidad de volveratrás, tal vez habría elegido a alguien distinto. Realmente creo que para élsu país era lo más importante.El hechizo que había empezado con Edith Childs y su enorme sombrero enuna pequeña habitación de Greenwood, Carolina del Sur, hacía ya más deun año, había crecido espontáneamente, se había propagado entremultitudes de cuarenta o cincuenta mil personas y la gente llenaba estadiosy parques públicos impávida ante el atípico calor de octubre. «¡En marcha,estamos listos! ¡En marcha, estamos listos!» Habíamos creado algo juntos,se podía sentir la energía como si fuera una fuerza física. A pocas semanasde las elecciones, nuestras sedes de campaña locales luchaban por encontrarespacios lo bastante grandes para acoger a la gran cantidad de personas quese apuntaban como voluntarias. El póster del diseñador Shepard Fairey,titulado «esperanza», una versión estilizada de mi cara en rojo, blanco yazul, con la mirada fija en el horizonte, de pronto parecía omnipresente,como si la campaña hubiese traspasado la política y hubiese entrado en elreino de la cultura popular. «Eres la nueva moda», bromeaba Valerie.Eso me preocupaba. La inspiración que estaba generando nuestracampaña, el espectáculo de tantas personas jóvenes a las que se les acababade dar la opción de generar un cambio, el modo en que estábamos uniendo aestadounidenses por encima de las diferencias de raza y de clase era lamaterialización de todo lo que alguna vez había soñado que se podía haceren política y me llenaba de orgullo. Pero el hecho de que continuamente meelevaran al nivel de un símbolo iba en contra de mis instintos de trabajadorcomunitario, sentía que el cambio implicaba un «nosotros» y no un «yo».Personalmente también era confuso, me exigía analizar a cada instante lasituación para estar seguro de que no había comprado el desplieguepublicitario, y recordarme a mí mismo la distancia que había entre aquellaimagen retocada y la persona imperfecta, por lo general insegura, que erayo.Me enfrentaba también a la posibilidad de que, si me elegían presidente,sería imposible estar a la altura de las descomunales expectativasdepositadas en mí. Desde que había ganado la candidatura demócrata, habíaempezado a experimentar otra forma de leer el periódico, una que mesobresaltaba. Cada titular, cada historia, cada revelación suponían un nuevo
problema que debía resolver. Y los problemas se acumulaban con rapidez.A pesar de que el TARP se había aprobado, el sistema financiero seguíaparalizado. El mercado inmobiliario caía en picado. La economía perdíapuestos de trabajo a un ritmo acelerado y se especulaba que pronto tambiéniban a estar en riesgo los «tres grandes» fabricantes de automóviles.No me asustaba la responsabilidad de afrontar esos problemas. De hecho,me agradaba poder hacerlo. Pero por lo que comenzaba a ver lo másprobable era que las cosas empeoraran significativamente antes de empezara mejorar. Resolver la crisis financiera —por no mencionar acabar con dosguerras, cumplir con mi compromiso con la asistencia sanitaria e intentarsalvar al planeta de la catástrofe del cambio climático— iba a ser un largo yarduo trabajo. Iba a requerir un Congreso colaborativo, aliados biendispuestos y una ciudadanía informada y movilizada, capaz de sostener lapresión en el sistema y no un único salvador.¿Qué iba a pasar cuando el cambio no se produjera lo bastante rápido?¿Cómo iban a responder aquellas entusiastas multitudes a los inevitablesreveses y compromisos? Se convirtió en una broma habitual entre el equipoy yo: «¿Estamos seguros de que queremos ganar? Todavía estamos a tiempode arrojar la toalla». Marty tenía una versión más étnica de ese sentimiento:«Doscientos treinta y dos años y esperan a que la economía se estédesmoronando para entregársela a un hermano!».Más que cualquier cosa relacionada con la campaña, lo que más oscurecíami estado de ánimo los últimos días de octubre eran las noticias quellegaban de Hawái. Maya había llamado para contarme que los médicos nocreían que Toot aguantara mucho más, como máximo una semana. Estabaconfinada en la cama de hospital alquilada que se había instalado en elsalón de su apartamento, atendida por una enfermera de cuidados terminalesy con medicamentos paliativos. Aunque Toot había asustado a mi hermanacon un repentino estallido de lucidez la noche anterior en el que habíapedido las últimas novedades de la campaña, y también un cigarrillo y unacopa de vino, ahora dormía y solo era consciente a ratos.Por ese motivo, doce días antes de las elecciones, hice un viaje de treintay seis horas a Honolulu para despedirme. Cuando llegué al apartamento deToot, Maya me estaba esperando. Vi que había estado sentada en el sofájunto a un par de cajas de zapatos repletas de viejas cartas y fotografías.
- Page 189 and 190: ocasión) y jamás perdía la oport
- Page 191 and 192: Apunté que el que se la iba jugar
- Page 193 and 194: meseta sur de Afganistán. Las pequ
- Page 195 and 196: irresponsable, una especie de «apa
- Page 197 and 198: del viaje había sido diseñado par
- Page 199 and 200: estado allí para cuidarlas cuando
- Page 201 and 202: periodos como presidente del Comit
- Page 203 and 204: Le dije que era un compromiso que p
- Page 205 and 206: Missouri, y hablar de tonterías mi
- Page 207 and 208: siguiente, mientras caminaba hacia
- Page 209 and 210: También ayudó el hecho de que Pal
- Page 211 and 212: 9En 1993, Michelle y yo compramos n
- Page 213 and 214: Así eran las cosas a principios de
- Page 215 and 216: prestado; por no mencionar a los ve
- Page 217 and 218: En esa nueva economía en la que el
- Page 219 and 220: A pesar de las tempranas advertenci
- Page 221 and 222: sacar su dinero de IndyMac, un banc
- Page 223 and 224: confesado que no sabía demasiado d
- Page 225 and 226: hablando: cada día me preocupaba m
- Page 227 and 228: acuerdo— que nuestros directores
- Page 229 and 230: vicepresidente y varios miembros de
- Page 231 and 232: En una contienda electoral, al igua
- Page 233 and 234: ponerle la mejor cara posible a la
- Page 235 and 236: quinientos funcionarios federales e
- Page 237 and 238: consecuencia, a su candidato— no
- Page 239: En agosto, Palin había fracasado e
- Page 243 and 244: La calle apenas había cambiado en
- Page 245 and 246: unas pocas calles de nuestra casa e
- Page 247 and 248: dejé el gusto de recitar los resul
- Page 249 and 250: 10Si bien había visitado la Casa B
- Page 251 and 252: El presidente y la primera dama, La
- Page 253 and 254: y de ascensores de servicio, comple
- Page 255 and 256: calculadora del Partido Demócrata
- Page 257 and 258: aptitudes complejas podía ser uno
- Page 259 and 260: Jared Bernstein, un economista labo
- Page 261 and 262: desplegados en Irak y Afganistán,
- Page 263 and 264: proporción con la escuela «realis
- Page 265 and 266: las elecciones, fui amablemente rec
- Page 267 and 268: Dado el entusiasmo que había despe
- Page 269 and 270: dientes que se caían y mejillas re
- Page 271 and 272: cada uno de los postres de la carta
- Page 273 and 274: sonrisas en la distancia, algunos e
- Page 275 and 276: las instrucciones de la Oficina Mil
- Page 277 and 278: Habíamos hecho bien en marcharnos
- Page 279 and 280: sus participantes: los marines, los
- Page 281 and 282: 11No importa lo que te digas a ti m
- Page 283 and 284: normal, aquello habría sido sufici
- Page 285 and 286: consumidores, ya endeudados por enc
- Page 287 and 288: integrado que reforzara la segurida
- Page 289 and 290: que si había alguien capaz de prov
problema que debía resolver. Y los problemas se acumulaban con rapidez.
A pesar de que el TARP se había aprobado, el sistema financiero seguía
paralizado. El mercado inmobiliario caía en picado. La economía perdía
puestos de trabajo a un ritmo acelerado y se especulaba que pronto también
iban a estar en riesgo los «tres grandes» fabricantes de automóviles.
No me asustaba la responsabilidad de afrontar esos problemas. De hecho,
me agradaba poder hacerlo. Pero por lo que comenzaba a ver lo más
probable era que las cosas empeoraran significativamente antes de empezar
a mejorar. Resolver la crisis financiera —por no mencionar acabar con dos
guerras, cumplir con mi compromiso con la asistencia sanitaria e intentar
salvar al planeta de la catástrofe del cambio climático— iba a ser un largo y
arduo trabajo. Iba a requerir un Congreso colaborativo, aliados bien
dispuestos y una ciudadanía informada y movilizada, capaz de sostener la
presión en el sistema y no un único salvador.
¿Qué iba a pasar cuando el cambio no se produjera lo bastante rápido?
¿Cómo iban a responder aquellas entusiastas multitudes a los inevitables
reveses y compromisos? Se convirtió en una broma habitual entre el equipo
y yo: «¿Estamos seguros de que queremos ganar? Todavía estamos a tiempo
de arrojar la toalla». Marty tenía una versión más étnica de ese sentimiento:
«Doscientos treinta y dos años y esperan a que la economía se esté
desmoronando para entregársela a un hermano!».
Más que cualquier cosa relacionada con la campaña, lo que más oscurecía
mi estado de ánimo los últimos días de octubre eran las noticias que
llegaban de Hawái. Maya había llamado para contarme que los médicos no
creían que Toot aguantara mucho más, como máximo una semana. Estaba
confinada en la cama de hospital alquilada que se había instalado en el
salón de su apartamento, atendida por una enfermera de cuidados terminales
y con medicamentos paliativos. Aunque Toot había asustado a mi hermana
con un repentino estallido de lucidez la noche anterior en el que había
pedido las últimas novedades de la campaña, y también un cigarrillo y una
copa de vino, ahora dormía y solo era consciente a ratos.
Por ese motivo, doce días antes de las elecciones, hice un viaje de treinta
y seis horas a Honolulu para despedirme. Cuando llegué al apartamento de
Toot, Maya me estaba esperando. Vi que había estado sentada en el sofá
junto a un par de cajas de zapatos repletas de viejas cartas y fotografías.