Una-tierra-prometida (1)
El sondeo instantáneo posdebate entre los votantes indecisos me declaróvencedor por un amplio margen. Mi equipo estaba emocionado, todo elmundo chocaba los puños o las manos, y hubo también varios secretossuspiros de alivio.Michelle estaba feliz pero un poco apagada. Según decía ella, odiaba ir alos debates, tener que estar allí sentada con aspecto sereno, sin queimportara lo que se dijera de mí o lo mucho que yo metiera la pata, lerevolvía el estómago; era como si le sacaran una muela sin anestesia. Dehecho, ya fuera por temor a arruinar el resultado o por su propiaambigüedad ante la perspectiva de que ganara, por lo general evitaba hablarde los aspectos de la campaña que la hacía parecer una carrera de caballos.Por eso me sorprendió aquella noche cuando, ya en la cama, se dio la vueltay me dijo:—Vas a ganar, ¿verdad?—Todavía pueden suceder muchas cosas... pero sí. Hay bastantesprobabilidades de que gane.Miré a mi esposa. Tenía un gesto pensativo, como si estuviera encajandolas piezas de un rompecabezas en la mente. Al final asintió para sí misma yme miró.—Vas a ganar —dijo con suavidad. Me dio un beso en la mejilla, apagóla luz y se cubrió con la manta hasta los hombros.El 29 de septiembre, tres días después del debate en la Universidad deMississippi, al proyecto de ley TARP de Bush le faltaron trece votos paraser aprobado en la Cámara de Representantes, con dos tercios de losdemócratas a favor y dos tercios de los republicanos en contra. El DowJones registró una enorme caída de 778 puntos, y tras la bronca de la prensay el aluvión de llamadas de votantes que veían cómo se evaporaban suscuentas para la jubilación, hubo una cantidad suficiente de miembros deambos partidos que cambiaron de opinión para aprobar una versiónmejorada del paquete de rescate unos días más tarde.Con gran alivio, llamé a Hank Paulson para felicitarle por los resultados.Pero mientras la aprobación del TARP resultó esencial para salvar elsistema financiero, todo aquel episodio no ayudó en absoluto a revertir lacreciente opinión pública de que al Partido Republicano —y en
consecuencia, a su candidato— no se le podía confiar la responsabilidad degestionar la crisis.Mientras tanto, las decisiones de campaña en las que había insistidoPlouffe desde hacía meses estaban dando resultados. Nuestro ejército deactivistas locales y voluntarios se había dispersado por todo el país, habíaregistrado a cientos de miles de nuevos votantes y lanzado operaciones sinprecedentes en estados que admitían el voto anticipado. Nuestrasdonaciones online seguían fluyendo, lo que nos permitía estar en los mediosque eligiéramos. Un mes antes de las elecciones, cuando la campaña deMcCain anunció que frenaba sus esfuerzos en Michigan, un estado quehistóricamente había sido una contienda clave, para concentrarlos en otrolugar, Plouffe se sintió casi ofendido.«¡Sin Michigan no pueden ganar! —dijo sacudiendo la cabeza—. Paraeso que saquen de una vez la bandera blanca.»En lugar de concentrar la energía en Michigan, la campaña de McCainpuso toda su atención en un hombre que se terminaría convirtiendo en unaimpensable figura de culto: Joe Wurzelbacher.Me había cruzado con Wurzelbacher unas semanas antes mientras hacíaun poco de campaña puerta a puerta a la vieja usanza en Toledo, Ohio. Erael tipo de acto de campaña que más disfrutaba, sorprender a las personasmientras rastrillaban las hojas o arreglaban sus coches frente a sus casas,ver cómo los chicos se acercaban a toda prisa con sus bicicletas paraenterarse de a qué venía tanto revuelo.Ese día estaba de pie en una esquina firmando autógrafos y hablando conun grupo de personas, cuando un hombre con la cabeza rapada y aspecto detreinta y muchos se presentó como Joe y me preguntó por mi programa deimpuestos. Dijo que era fontanero y que estaba preocupado de que un grupode liberales como yo se lo pusiera aún más difícil a los propietarios denegocios pequeños. Le expliqué ante las cámaras que mi plan era subir losimpuestos solo al 2 por ciento de los estadounidenses más ricos, y que alinvertir esos ingresos públicos en materias como educación einfraestructura, lo más probable era que la economía y su negocioprosperaran. Le dije que creía que ese tipo de redistribución del ingreso—«cuando repartes la riqueza» fueron mis palabras exactas— siemprehabía sido muy importante para dar más oportunidades a las personas.Joe se mostró cordial pero escéptico, estuvimos de acuerdo en que noestábamos de acuerdo, y antes de que me marchara nos dimos la mano. En
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El sondeo instantáneo posdebate entre los votantes indecisos me declaró
vencedor por un amplio margen. Mi equipo estaba emocionado, todo el
mundo chocaba los puños o las manos, y hubo también varios secretos
suspiros de alivio.
Michelle estaba feliz pero un poco apagada. Según decía ella, odiaba ir a
los debates, tener que estar allí sentada con aspecto sereno, sin que
importara lo que se dijera de mí o lo mucho que yo metiera la pata, le
revolvía el estómago; era como si le sacaran una muela sin anestesia. De
hecho, ya fuera por temor a arruinar el resultado o por su propia
ambigüedad ante la perspectiva de que ganara, por lo general evitaba hablar
de los aspectos de la campaña que la hacía parecer una carrera de caballos.
Por eso me sorprendió aquella noche cuando, ya en la cama, se dio la vuelta
y me dijo:
—Vas a ganar, ¿verdad?
—Todavía pueden suceder muchas cosas... pero sí. Hay bastantes
probabilidades de que gane.
Miré a mi esposa. Tenía un gesto pensativo, como si estuviera encajando
las piezas de un rompecabezas en la mente. Al final asintió para sí misma y
me miró.
—Vas a ganar —dijo con suavidad. Me dio un beso en la mejilla, apagó
la luz y se cubrió con la manta hasta los hombros.
El 29 de septiembre, tres días después del debate en la Universidad de
Mississippi, al proyecto de ley TARP de Bush le faltaron trece votos para
ser aprobado en la Cámara de Representantes, con dos tercios de los
demócratas a favor y dos tercios de los republicanos en contra. El Dow
Jones registró una enorme caída de 778 puntos, y tras la bronca de la prensa
y el aluvión de llamadas de votantes que veían cómo se evaporaban sus
cuentas para la jubilación, hubo una cantidad suficiente de miembros de
ambos partidos que cambiaron de opinión para aprobar una versión
mejorada del paquete de rescate unos días más tarde.
Con gran alivio, llamé a Hank Paulson para felicitarle por los resultados.
Pero mientras la aprobación del TARP resultó esencial para salvar el
sistema financiero, todo aquel episodio no ayudó en absoluto a revertir la
creciente opinión pública de que al Partido Republicano —y en