Una-tierra-prometida (1)
primera hora de la tarde a algún acto ligero de campaña, pero a las cuatro enpunto quería la agenda despejada. Hacía un poco de ejercicio para perder elexceso de adrenalina. Y después, noventa minutos antes de dirigirnos allugar, me afeitaba y me daba una larga ducha caliente, antes de ponermeuna camisa nueva (blanca) y una corbata (azul o roja) que Reggie habíacolgado en el armario del hotel junto a mi traje azul recién planchado. Decenar, comida casera: un filete a punto, patatas asadas o puré, brócoli alvapor. Y durante la media hora aproximadamente que quedaba para eldebate, mientras echaba un vistazo a mis notas, escuchaba música por losauriculares o en un pequeño altavoz portátil. Con el tiempo me volví unpoco adicto a escuchar ciertas canciones. Al principio eran un puñado declásicos de jazz: «Freddie Freeloader» de Miles Davis, «My FavoriteThings» de John Coltrane, «Luck be a Lady» de Frank Sinatra. (Antes de undebate en las primarias debí escuchar esta última canción dos o tres vecesseguidas, lo que indicaba con claridad falta de confianza en mipreparación.)Pero al final lo que mejor me acomodaba la cabeza era el hip-hop, doscanciones en especial: «My 1st Song» de Jay-Z y «Lose Yourself» deEminem. Las dos hablaban de desafiar los pronósticos y jugárselo todo («Situvieras un tiro o una oportunidad, para tener todo lo que siempre quisisteen un instante, ¿lo tomarías? O lo dejarías marchar...»), de lo que se sentíaal sacar algo de la nada, de cómo salir adelante disfrazando el ingenio, elruido y el miedo de bravuconería. Las letras parecían hechas a medida parami primera condición de más débil. Y mientras iba sentado solo al fondo dela furgoneta del Servicio Secreto camino del debate en mi almidonadouniforme y la corbata puesta, movía la cabeza al ritmo de esas cancionessintiendo el gusto de una rebeldía privada, una conexión con algo másdescarnado y real que todo el bullicio y la deferencia que me rodeaban. Erauna manera de acabar con el artificio y recordar quién era.Antes de mi primer debate con John McCain a finales de septiembre,seguí el ritual al pie de la letra. Me comí el filete, escuché música, sentí elpeso de los amuletos en mi bolsillo mientras caminaba hacia el escenario,pero lo cierto es que no necesitaba demasiada suerte. Cuando llegué alcampus de la Universidad de Mississippi —el mismo lugar en el que haciamenos de cincuenta años un hombre negro llamado James Meredith habíanecesitado una orden del Tribunal Supremo de Justicia y la protección de
quinientos funcionarios federales encargados de hacer cumplir la ley paraconseguir que asistiera a clase— ya no era el más débil.Perder la carrera solo dependía de mí.Como era de esperar, la prensa que había cubierto el fiasco de la reuniónen la Casa Blanca no había tenido piedad con McCain. Sus problemas nohabían dejado de empeorar cuando, justo unas horas antes del debate, desdesu campaña anunciaron que —dado el «avance» que se había producido trassu intervención en las negociaciones del TARP en el Congreso— habíadecidido levantar la suspensión que se había autoimpuesto a su campaña eiba a participar al fin. (Nosotros íbamos a presentarnos de todos modos,incluso si eso implicaba que tuviera una agradable y televisadaconversación cara a cara con el presentador, Jim Lehrer.) Los periodistasvieron la última jugada de McCain como lo que era: el precipitadoabandono de una maniobra política que había resultado contraproducente.El debate en sí no dio muchas sorpresas. McCain parecía relajado en elescenario, combinaba frases de discursos de su campaña con la típicaortodoxia republicana, altas dosis de humor y encanto. Aun así, a medidaque avanzaba la contienda cada vez se volvía más y más evidente su pocacomprensión de los detalles de la crisis financiera y la falta de respuestassobre qué planeaba hacer con ella. Mientras tanto, yo iba a mi juego. Sinduda mi régimen de entrenamiento a manos de los sargentos instructoresKlain y Donilon estaba dando sus frutos. Por más que me esforzara porevitar las respuestas enlatadas, no se podía negar que tanto la audienciacomo los analistas consideraban convincentes mis réplicas, más ensayadas,y la preparación me protegía de alargarme demasiado.Además de eso, mi actitud para el debate con McCain era evidentementedistinta. A diferencia de mis debates con Hillary y el resto del grupodemócrata, que por lo general era un juego muy elaborado, lleno desutilezas y puntos de estilo, las diferencias entre McCain y yo eran reales yprofundas. La apuesta de elegir a uno en lugar del otro iba a tenerrepercusiones durante décadas y generar consecuencias para millones depersonas. Confiado en mi dominio sobre los hechos, seguro de las razonespor las que mis ideas tenían más probabilidades que las de John de estar a laaltura de los desafíos a los que se enfrentaba el país, me sentí enérgicodurante el intercambio y me descubrí (casi) disfrutando de los noventaminutos que pasamos en el escenario.
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quinientos funcionarios federales encargados de hacer cumplir la ley para
conseguir que asistiera a clase— ya no era el más débil.
Perder la carrera solo dependía de mí.
Como era de esperar, la prensa que había cubierto el fiasco de la reunión
en la Casa Blanca no había tenido piedad con McCain. Sus problemas no
habían dejado de empeorar cuando, justo unas horas antes del debate, desde
su campaña anunciaron que —dado el «avance» que se había producido tras
su intervención en las negociaciones del TARP en el Congreso— había
decidido levantar la suspensión que se había autoimpuesto a su campaña e
iba a participar al fin. (Nosotros íbamos a presentarnos de todos modos,
incluso si eso implicaba que tuviera una agradable y televisada
conversación cara a cara con el presentador, Jim Lehrer.) Los periodistas
vieron la última jugada de McCain como lo que era: el precipitado
abandono de una maniobra política que había resultado contraproducente.
El debate en sí no dio muchas sorpresas. McCain parecía relajado en el
escenario, combinaba frases de discursos de su campaña con la típica
ortodoxia republicana, altas dosis de humor y encanto. Aun así, a medida
que avanzaba la contienda cada vez se volvía más y más evidente su poca
comprensión de los detalles de la crisis financiera y la falta de respuestas
sobre qué planeaba hacer con ella. Mientras tanto, yo iba a mi juego. Sin
duda mi régimen de entrenamiento a manos de los sargentos instructores
Klain y Donilon estaba dando sus frutos. Por más que me esforzara por
evitar las respuestas enlatadas, no se podía negar que tanto la audiencia
como los analistas consideraban convincentes mis réplicas, más ensayadas,
y la preparación me protegía de alargarme demasiado.
Además de eso, mi actitud para el debate con McCain era evidentemente
distinta. A diferencia de mis debates con Hillary y el resto del grupo
demócrata, que por lo general era un juego muy elaborado, lleno de
sutilezas y puntos de estilo, las diferencias entre McCain y yo eran reales y
profundas. La apuesta de elegir a uno en lugar del otro iba a tener
repercusiones durante décadas y generar consecuencias para millones de
personas. Confiado en mi dominio sobre los hechos, seguro de las razones
por las que mis ideas tenían más probabilidades que las de John de estar a la
altura de los desafíos a los que se enfrentaba el país, me sentí enérgico
durante el intercambio y me descubrí (casi) disfrutando de los noventa
minutos que pasamos en el escenario.