Una-tierra-prometida (1)
La consecuencia más inmediata de la incomodidad de John fue activaruna batalla campal en la sala del Gabinete. Nancy Pelosi y Spencer Bachus,el republicano de más rango en el Comité de Servicios Financieros delCongreso comenzaron a discutir sobre quién se merecía el mérito de haberincluido una mayor protección al contribuyente en la última versión de laley. Barney Frank, el duro e ingenioso demócrata de Massachusetts queconocía a su gente y probablemente había trabajado más que nadieayudando a Paulson a que el TARP llegara a su meta, empezó a burlarse delos republicanos gritando: «¿Y cuál es vuestro plan? ¿Cuál es vuestroplan?». Los rostros se enfurecieron, todo el mundo se puso a hablar a la vez.Y durante todo este tiempo, McCain se mantuvo en silencio, incómodo ensu silla. Las cosas empeoraron tanto que finalmente el presidente Bush sepuso de pie.«Es evidente que he perdido el control de esta reunión —dijo—. Hemosterminado.»Dicho eso, se dio media vuelta y se marchó por la puerta sur.La escena al completo me dejó anonadado.Mientras McCain y los líderes republicanos abandonaban la sala a todaprisa, me llevé a Nancy, a Harry y al resto de demócratas a una reunión enel salón Roosevelt. Estaban en distintos estados de agitación, y como yahabíamos decidido que no iba a hacer comentarios a la prensa tras lareunión, quise asegurarme de que ninguno fuera a decir nada que pudieraempeorar las cosas. Estábamos repasando cómo se podía resumir la reuniónde forma constructiva cuando entró Paulson con un aspecto absolutamenteconmocionado. Algunos de mis colegas empezaron a chistarle como sifuera el chico impopular del parque. Alguno hasta le abucheó.—Nancy —dijo Paulson, imponente junto a la presidenta—. Por favor...—Y con una ocurrente y algo triste combinación de humor y desesperación,posó sobre una rodilla su metro noventa y siete de altura, y sus sesenta ydos años y dijo—: Te lo suplico, no revientes esto.La presidenta se permitió una pequeña sonrisa.—Hank, no sabía que eras católico —dijo. Al instante, su sonrisa seevaporó y agregó con cortesía—: Tal vez no te has dado cuenta, pero nosomos nosotros los que tratan de reventarlo.Hay que dar a Paulson lo que es suyo. Volvió a ponerse de pie y esperóvarios minutos a que los demócratas se descargaran. Cuando se marcharon ala rueda de prensa, todo el mundo se había calmado y había acordado
ponerle la mejor cara posible a la reunión. Hank y yo quedamos en hablaresa noche. Pedí que llamaran a Plouffe.—¿Cómo ha ido? —preguntó.Lo pensé un instante.—Bien para nosotros —dije—. Pero por lo que acabo de ver: o ganamosesto, o el país se va a la mierda.No soy supersticioso por naturaleza. De niño no tenía un número de lasuerte ni ninguna pata de conejo. No creía en los fantasmas ni en losduendes, y aunque tal vez pidiera un deseo al soplar las velas decumpleaños o lanzara una moneda a alguna fuente, mi madre siempre merecordaba que existía una relación directa entre el trabajo y el hecho de quelos deseos se cumplieran.Durante el transcurso de la campaña, sin embargo, me descubrí haciendounas cuantas concesiones al mundo espiritual. Un día en Iowa, por ejemplo,un tipo fornido con barba, pinta de motero y cubierto de tatuajes se acercóresueltamente hacia mí después de un acto y me puso algo en la mano. Erasu ficha de póker metálica talismán, explicó, jamás le había fallado en LasVegas. Quería que yo la tuviera. Una semana más tarde, en NewHampshire, una chica joven, ciega, me dio un pequeño corazón de cristalrosa. En Ohio, fue una cruz de plata la que me entregó una monja de sonrisaincontenible y una cara con tantas arrugas como el hueso de un melocotón.Mi surtido de amuletos no paró de crecer. Un Buda en miniatura, unacastaña, un trébol de cuatro hojas plastificado, una pequeña imagen enbronce de Hánuman, el dios mono, todo tipo de ángeles, rosarios, cristales ypiedras. Adopté la costumbre de elegir cada mañana cinco o seis ymetérmelos en los bolsillos, e inconscientemente fui siguiendo la pista decuáles había llevado encima los días buenos en particular.Si mi alijo de pequeños tesoros no garantizaba que el universo seinclinara a mi favor, pensaba que al menos tampoco podía hacerme daño.Cada vez que los giraba con los dedos o escuchaba su suave tintineomientras iba de un evento al otro sentía cierto consuelo. Cada amuleto eraun recordatorio palpable de todas las personas que había conocido, un levepero constante transmisor de sus expectativas y esperanzas.También me volví maniático con los rituales los días de debate. Lasmañanas estaban destinadas a repasar la estrategia y los puntos clave, la
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ponerle la mejor cara posible a la reunión. Hank y yo quedamos en hablar
esa noche. Pedí que llamaran a Plouffe.
—¿Cómo ha ido? —preguntó.
Lo pensé un instante.
—Bien para nosotros —dije—. Pero por lo que acabo de ver: o ganamos
esto, o el país se va a la mierda.
No soy supersticioso por naturaleza. De niño no tenía un número de la
suerte ni ninguna pata de conejo. No creía en los fantasmas ni en los
duendes, y aunque tal vez pidiera un deseo al soplar las velas de
cumpleaños o lanzara una moneda a alguna fuente, mi madre siempre me
recordaba que existía una relación directa entre el trabajo y el hecho de que
los deseos se cumplieran.
Durante el transcurso de la campaña, sin embargo, me descubrí haciendo
unas cuantas concesiones al mundo espiritual. Un día en Iowa, por ejemplo,
un tipo fornido con barba, pinta de motero y cubierto de tatuajes se acercó
resueltamente hacia mí después de un acto y me puso algo en la mano. Era
su ficha de póker metálica talismán, explicó, jamás le había fallado en Las
Vegas. Quería que yo la tuviera. Una semana más tarde, en New
Hampshire, una chica joven, ciega, me dio un pequeño corazón de cristal
rosa. En Ohio, fue una cruz de plata la que me entregó una monja de sonrisa
incontenible y una cara con tantas arrugas como el hueso de un melocotón.
Mi surtido de amuletos no paró de crecer. Un Buda en miniatura, una
castaña, un trébol de cuatro hojas plastificado, una pequeña imagen en
bronce de Hánuman, el dios mono, todo tipo de ángeles, rosarios, cristales y
piedras. Adopté la costumbre de elegir cada mañana cinco o seis y
metérmelos en los bolsillos, e inconscientemente fui siguiendo la pista de
cuáles había llevado encima los días buenos en particular.
Si mi alijo de pequeños tesoros no garantizaba que el universo se
inclinara a mi favor, pensaba que al menos tampoco podía hacerme daño.
Cada vez que los giraba con los dedos o escuchaba su suave tintineo
mientras iba de un evento al otro sentía cierto consuelo. Cada amuleto era
un recordatorio palpable de todas las personas que había conocido, un leve
pero constante transmisor de sus expectativas y esperanzas.
También me volví maniático con los rituales los días de debate. Las
mañanas estaban destinadas a repasar la estrategia y los puntos clave, la