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Una-tierra-prometida (1)

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vicepresidente y varios miembros del gabinete. Es un lugar apropiado para

un sobrio debate, construido para albergar el peso de la historia.

La luz entra a raudales casi todos los días por puertas acristaladas que

dan al jardín de las Rosas, pero el 25 de septiembre, mientras tomaba mi

asiento en la reunión que había convocado Bush a petición de McCain, el

cielo estaba nublado. Alrededor de la mesa se sentaron el presidente, el vice

presidente Cheney, McCain y yo, junto a Hank Paulson, Nancy Pelosi,

Harry Reid, los líderes republicanos John Boehner y Mitch McConnell, más

los presidentes y altos cargos de los comités relevantes. Una horda de

asistentes de la Casa Blanca y congresistas estaba alineada en las paredes,

tomaban notas y hojeaban pesados informes impresos.

Nadie parecía contento de estar allí.

Sin duda el presidente no había sonado demasiado entusiasta el día

anterior cuando habíamos hablado por teléfono. Yo no estaba de acuerdo

prácticamente con ninguna de las principales decisiones políticas de Bush,

pero había llegado a un punto en que el hombre había empezado a caerme

bien, me parecía directo, encantador y con un sentido del humor autocrítico.

«No sabría decirte por qué McCain cree que esto es una buena idea»,

dijo, y sonaba casi a una disculpa. Sabía que Hank Paulson y yo nos

comunicábamos un par de veces al día, y expresó su agradecimiento por mi

ayuda tras bambalinas con los congresistas demócratas. «Si yo fuera tú,

Washington sería el último lugar en el que querría estar —dijo Bush—.

Pero McCain me lo ha pedido y no puedo negarme. Con un poco de suerte

lo resolvemos rápido.»

Tiempo después me enteraría de que Paulson y el resto del equipo de

Bush se habían opuesto a la reunión, y por una buena razón. Varios días

antes, los líderes del Congreso habían comenzado a acercar sus diferencias

sobre la ley TARP. Aquella misma mañana habían circulado informes con

un acuerdo tentativo (aunque a las pocas horas los republicanos de la

Cámara se habían retirado). Con las negociaciones en un estado tan

delicado, los asesores de Bush pensaban con razón que sumarnos a mí y a

McCain al proceso iba a entorpecer más que a ayudar.

Pero Bush había rechazado la petición de su equipo y no se le podía

culpar. Dada la creciente resistencia al TARP dentro de su propio partido,

difícilmente podía permitirse el lujo de tener al candidato republicano en

contra. Aun así, cualquier procedimiento tenía el aspecto de una elaborada

farsa. Al mirar los rostros severos de la habitación, comprendí que no

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