Una-tierra-prometida (1)
presidente Bush y el secretario Paulson salieron en televisión junto a BenBernanke y Chris Cox, presidentes de la Reserva Federal y de la Comisiónde Bolsa y Valores, respectivamente, y anunciaron la necesidad de que elCongreso aprobara un proyecto de ley que finalmente sería conocido comoTARP (Troubled Asset Relief Program), un mecanismo de alivio paraactivos en apuros que establecía un nuevo fondo de emergencia de 700.000millones. Según sus cálculos, este era el precio de evitar el Armagedón.Tal vez para compensar su anterior metedura de pata, McCain anunció suoposición al rescate financiero de AIG. Un día más tarde, dio marcha atrás.Su postura respecto al TARP seguía siendo poco clara, en teoría se oponía alos rescates financieros, pero en la práctica tal vez iba a apoyar este último.Con tantas idas y venidas, nuestra campaña no tuvo ningún problema enempezar a tratar la crisis como una consecuencia de la agenda económica«Bush- McCain», que priorizaba los intereses de los ricos y poderosos porencima de los de la clase media, sosteniendo que McCain no estabapreparado para dirigir al país durante una época de dificultades económicas.Sin embargo, hice todo lo que pude por mantenerme fiel al compromisoque había asumido con Paulson, indicándole a mi equipo que se abstuvierade hacer comentarios públicos que pudieran poner en peligro lasoportunidades de la Administración Bush para conseguir que el Congresoaprobara el paquete de medidas de rescate. Junto a nuestros asesoreseconómicos internos, Austan Goolsbee y Jason Furman, había comenzadouna ronda de consultas a grupos de asesores ad hoc que incluían al antiguopresidente de la Reserva Federal, Paul Volcker, al que fuera secretario delTesoro durante la Administración Clinton, Larry Summers, y al legendarioinversor Warren Buffet. Todos habían atravesado crisis financieras y todosme confirmaron que esta tenía una magnitud de naturaleza distinta. Si no setomaban medidas con rapidez, me dijeron, nos enfrentábamos a laposibilidad real de un colapso económico: millones de estadounidenses másperderían sus casas y los ahorros de toda la vida, y el desempleo alcanzaríaniveles de la época de la Gran Depresión.Sus informes resultaron inestimables a la hora de ayudarme acomprender el intríngulis de la crisis y valorar las distintas respuestas quese estaban proponiendo. También me hicieron temblar de miedo. Cuandoviajé a Tampa para preparar mi primer debate con McCain, me sentíconfiado en que, al menos en materia económica, sabía de lo que estaba
hablando: cada día me preocupaba más lo que una crisis prolongada podíaimplicar para las familias de todo el país.Incluso sin la distracción de una crisis inminente, lo más probable es que nohubiese querido encerrarme en un hotel durante tres días para preparar undebate. Pero dadas mis contradicciones en los debates de primarias, sabíaque necesitaba trabajar. Por suerte, nuestro equipo había reclutado a un parde abogados y veteranos políticos: Ron Klain y Tom Donilon, que habíandesempeñado roles similares en la preparación de candidatos como AlGore, Bill Clinton y John Kerry. En cuanto llegué, me entregaron unanálisis detallado del formato del debate y un resumen de todas laspreguntas imaginables. Junto a Axe, Plouffe, Anita Dunn —nuestra asesoraen comunicación— y el resto del equipo, me machacaron durante horas conlas respuestas y giros precisos que querían oír. Ron y Tom habían insistidoen construir una réplica exacta del escenario del debate en el viejo hotelBaltimore en el que habíamos levantado el campamento, y aquella mismanoche me sometieron a un falso debate completo de noventa minutos,analizando luego cada aspecto de mi interpretación, desde el ritmo hasta lapostura. Fue agotador, aunque indudablemente útil, y cuando apoyé lacabeza en la almohada no tuve ninguna duda de que iba a soñar con lostemas de debate.Pero a pesar de sus esfuerzos, las noticias desde el exterior de la burbujaKlain-Donilon seguían desviando mi atención. Entre las sesiones, recibíainformación actualizada sobre la evolución de los mercados y lasposibilidades que tenía la legislación TARP de la Administración. Aunquellamarla «legislación» era agrandarla un poco: el proyecto que HankPaulson había presentado en el Congreso consistía en tres páginas escritascon un lenguaje estándar en las que se autorizaba al Tesoro a usar los700.000 millones del fondo de emergencia para comprar activos en apuroso, de forma más general, para dar los pasos que considerara necesarios paracontener la crisis. Con la prensa y la gente enloquecida por el coste y lareticencia de los representantes de ambas partes por la ausencia de detalles,Pete Rouse me dijo que la Administración no estaba ni cerca de conseguirlos votos necesarios para que se aprobara.Harry Reid y la presidenta de la Cámara, Nancy Pelosi, me loconfirmaron cuando hablé con ellos por teléfono. Ambos eran políticos
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hablando: cada día me preocupaba más lo que una crisis prolongada podía
implicar para las familias de todo el país.
Incluso sin la distracción de una crisis inminente, lo más probable es que no
hubiese querido encerrarme en un hotel durante tres días para preparar un
debate. Pero dadas mis contradicciones en los debates de primarias, sabía
que necesitaba trabajar. Por suerte, nuestro equipo había reclutado a un par
de abogados y veteranos políticos: Ron Klain y Tom Donilon, que habían
desempeñado roles similares en la preparación de candidatos como Al
Gore, Bill Clinton y John Kerry. En cuanto llegué, me entregaron un
análisis detallado del formato del debate y un resumen de todas las
preguntas imaginables. Junto a Axe, Plouffe, Anita Dunn —nuestra asesora
en comunicación— y el resto del equipo, me machacaron durante horas con
las respuestas y giros precisos que querían oír. Ron y Tom habían insistido
en construir una réplica exacta del escenario del debate en el viejo hotel
Baltimore en el que habíamos levantado el campamento, y aquella misma
noche me sometieron a un falso debate completo de noventa minutos,
analizando luego cada aspecto de mi interpretación, desde el ritmo hasta la
postura. Fue agotador, aunque indudablemente útil, y cuando apoyé la
cabeza en la almohada no tuve ninguna duda de que iba a soñar con los
temas de debate.
Pero a pesar de sus esfuerzos, las noticias desde el exterior de la burbuja
Klain-Donilon seguían desviando mi atención. Entre las sesiones, recibía
información actualizada sobre la evolución de los mercados y las
posibilidades que tenía la legislación TARP de la Administración. Aunque
llamarla «legislación» era agrandarla un poco: el proyecto que Hank
Paulson había presentado en el Congreso consistía en tres páginas escritas
con un lenguaje estándar en las que se autorizaba al Tesoro a usar los
700.000 millones del fondo de emergencia para comprar activos en apuros
o, de forma más general, para dar los pasos que considerara necesarios para
contener la crisis. Con la prensa y la gente enloquecida por el coste y la
reticencia de los representantes de ambas partes por la ausencia de detalles,
Pete Rouse me dijo que la Administración no estaba ni cerca de conseguir
los votos necesarios para que se aprobara.
Harry Reid y la presidenta de la Cámara, Nancy Pelosi, me lo
confirmaron cuando hablé con ellos por teléfono. Ambos eran políticos