Una-tierra-prometida (1)
podíamos negociar cláusulas laborales y medioambientales más severas ennuestros acuerdos comerciales), pero estaba seguro de que podíamosadaptar nuestras instituciones y leyes, como ya lo habíamos hecho en elpasado, para asegurarnos de que la gente que quería trabajar tuviera un tratojusto. En cada lugar en que me detenía, en cada ciudad y pueblo pequeño,mi mensaje era siempre el mismo: prometo aumentar los impuestos a losestadounidenses con ingresos más altos para pagar las inversionesnecesarias en materias de educación, investigación e infraestructura.Prometo fortalecer los sindicatos y aumentar el ingreso mínimo, al igualque ofrecer una cobertura médica universal y hacer que las universidadessean más accesibles.Quería que la gente entendiera que había un precedente de accióngubernamental audaz. Franklin Delano Roosevelt había salvado alcapitalismo de sí mismo estableciendo las bases para la prosperidadposterior a la Segunda Guerra Mundial. En aquellos encuentros solíacomentar cómo unas sólidas leyes laborales habían ayudado a construir unapróspera clase media y un próspero mercado interno, y cómo —a fuerza deexcluir productos peligrosos y estrategias fraudulentas— las leyes deprotección al consumidor en realidad habían ayudado a legitimar elcrecimiento y la prosperidad de los negocios.Les explicaba cómo una buena red de escuelas públicas y universidadesestatales y la aprobación de leyes como la G.I. Bill, en beneficio de lossoldados que combatieron en la Segunda Guerra Mundial, habían avivado elpotencial de varias generaciones de estadounidenses y promovido elascenso social. Ciertos programas como la Seguridad Social y Medicarehabían dado a esos mismos estadounidenses cierto grado de estabilidad ensus años dorados, y algunas inversiones del Gobierno, como las de laAutoridad del Valle de Tennessee y el sistema de autopistas interestatales,habían impulsado la productividad y provisto una plataforma para unsinnúmero de emprendedores.Estaba convencido de que podíamos adaptar esas estrategias a laactualidad. Más allá de cualquier medida específica, quería restaurar en lamente del pueblo de Estados Unidos el papel crucial que siempre habíadesempañado el Gobierno a la hora de ampliar las oportunidades, fomentarla competencia y los tratos justos, y asegurar que el mercado funcionabapara todo el mundo.Con lo que no contaba era con una gran crisis económica.
A pesar de las tempranas advertencias de mi amigo George, no fue hasta laprimavera de 2007 cuando empecé a notar titulares preocupantes en laprensa económica. La segunda mayor entidad crediticia de la nación conpréstamos de alto riesgo, New Century Financial, se declaró en bancarrotatras una oleada de impagos en las subprime del mercado inmobiliario. Lamayor entidad crediticia, Countrywide, consiguió evitar un destinosemejante solo porque la Reserva Federal acudió al rescate y aprobó unmatrimonio forzado con el Bank of America.Aquello me preocupó. Hablé con mi equipo económico y en septiembrede 2007 di un discurso en NASDAQ, condenando el fracaso en laregulación del mercado de las subprime y proponiendo una mayorsupervisión. Puede que eso me pusiera por delante de los acontecimientosfrente a otros candidatos a la presidencia, pero aun así iba muy por detrás dela velocidad a la que en Wall Street estaban empezando a perder el control.En los meses siguientes, los mercados financieros fueron en busca decierta seguridad, mientras los prestamistas e inversores redirigían su dineroa bonos del Tesoro respaldados por el Gobierno, créditos estrictamentelimitados, y sacaban el capital de cualquier empresa que tuviera algúnriesgo considerable relacionado con los valores respaldados por lashipotecas. Casi todas las grandes instituciones financieras del mundo sevieron expuestas, ya fuera porque habían invertido directamente en esosinstrumentos (por lo general, comprando deuda para financiar la apuesta) oporque habían prestado dinero a otras firmas que lo habían hecho. Enoctubre de 2007, Merrill Lynch anunció que había tenido pérdidas por 7.900millones de dólares relacionadas con las hipotecas. Citigroup advirtió quesus números podían llegar a alcanzar los 11.000 millones. En marzo de2008, el precio de la acción de la agencia de inversiones Bear Stearns sedesplomó de los 57 a los 30 dólares en un día, obligando a la ReservaFederal a diseñar una compra a precio de liquidación por parte de JPMorganChase. Nadie era capaz de decir si los otros tres bancos de inversiónimportantes de Wall Street restantes —Goldman Sachs, Morgan Stanley ysobre todo Lehman Brothers, todos ellos desangrándose a ritmos alarmantes— iban a sufrir o no un ajuste de cuentas parecido.Para el público en general, resultaba tentador ver todo aquello como unjusto y merecido castigo a los codiciosos banqueros y gestores de fondos deinversión y desear que las firmas fracasaran y los ejecutivos que habíanganado veinte millones de dólares en bonos se vieran obligados a vender
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A pesar de las tempranas advertencias de mi amigo George, no fue hasta la
primavera de 2007 cuando empecé a notar titulares preocupantes en la
prensa económica. La segunda mayor entidad crediticia de la nación con
préstamos de alto riesgo, New Century Financial, se declaró en bancarrota
tras una oleada de impagos en las subprime del mercado inmobiliario. La
mayor entidad crediticia, Countrywide, consiguió evitar un destino
semejante solo porque la Reserva Federal acudió al rescate y aprobó un
matrimonio forzado con el Bank of America.
Aquello me preocupó. Hablé con mi equipo económico y en septiembre
de 2007 di un discurso en NASDAQ, condenando el fracaso en la
regulación del mercado de las subprime y proponiendo una mayor
supervisión. Puede que eso me pusiera por delante de los acontecimientos
frente a otros candidatos a la presidencia, pero aun así iba muy por detrás de
la velocidad a la que en Wall Street estaban empezando a perder el control.
En los meses siguientes, los mercados financieros fueron en busca de
cierta seguridad, mientras los prestamistas e inversores redirigían su dinero
a bonos del Tesoro respaldados por el Gobierno, créditos estrictamente
limitados, y sacaban el capital de cualquier empresa que tuviera algún
riesgo considerable relacionado con los valores respaldados por las
hipotecas. Casi todas las grandes instituciones financieras del mundo se
vieron expuestas, ya fuera porque habían invertido directamente en esos
instrumentos (por lo general, comprando deuda para financiar la apuesta) o
porque habían prestado dinero a otras firmas que lo habían hecho. En
octubre de 2007, Merrill Lynch anunció que había tenido pérdidas por 7.900
millones de dólares relacionadas con las hipotecas. Citigroup advirtió que
sus números podían llegar a alcanzar los 11.000 millones. En marzo de
2008, el precio de la acción de la agencia de inversiones Bear Stearns se
desplomó de los 57 a los 30 dólares en un día, obligando a la Reserva
Federal a diseñar una compra a precio de liquidación por parte de JPMorgan
Chase. Nadie era capaz de decir si los otros tres bancos de inversión
importantes de Wall Street restantes —Goldman Sachs, Morgan Stanley y
sobre todo Lehman Brothers, todos ellos desangrándose a ritmos alarmantes
— iban a sufrir o no un ajuste de cuentas parecido.
Para el público en general, resultaba tentador ver todo aquello como un
justo y merecido castigo a los codiciosos banqueros y gestores de fondos de
inversión y desear que las firmas fracasaran y los ejecutivos que habían
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