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Una-tierra-prometida (1)

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En esa nueva economía en la que el ganador se llevaba todo, quienes

controlaban el capital o poseían aptitudes especializadas y de alta demanda

—ya fueran emprendedores en tecnología, gestores de fondos de inversión,

LeBron James o Jerry Seinfeld— podían apalancar sus activos, hacer

negocio en el mercado global y acumular más riqueza que ningún otro

grupo antes en la historia de la humanidad. Pero para el trabajador medio, la

movilidad del capital y la automatización implicaban una mayor debilidad a

la hora de negociar. Las ciudades industriales perdieron su esencia. La baja

inflación y los económicos televisores de pantalla plana no lograban

compensar los despidos, el descenso de la cantidad de horas trabajadas y el

empleo temporal, los salarios estancados y los menores subsidios, sobre

todo cuando tanto el coste de la atención sanitaria como el de la educación

(los dos sectores menos vulnerables a la automatización para reducir costes)

seguían siendo desorbitados.

La desigualdad tenía también una manera de agravarse sola. Hasta la

propia clase media estadounidense se vio cada vez menos capaz de acceder

a los barrios con las mejores escuelas o a las ciudades con las mejores

perspectivas laborales. No podían afrontar los gastos extra —los cursos para

preparar el acceso a la universidad, el campamento de tecnología, las

indispensables, pero no remuneradas, prácticas— que los padres más

pudientes proveían de manera natural a sus hijos. En 2007, la economía de

Estados Unidos no solo producía una desigualdad mayor que ningún otro

país rico, además tenía una menor movilidad social.

Yo opinaba que esas consecuencias no eran inevitables, sino más bien el

resultado de unas decisiones políticas que se remontaban a la era de Ronald

Reagan. Con el estandarte de la libertad económica —una «sociedad de

propietarios» por emplear la expresión del presidente Bush— se había

alimentado a los estadounidenses con una firme dieta a base de recortes

fiscales para los ricos y una ausencia de aplicación de las leyes de

negociación colectiva. Había habido intentos de privatizar o cortar la red de

seguridad social, y los presupuestos federales habían dejado de invertir

sistemáticamente en todo, desde educación infantil hasta infraestructura.

Todo aquello había acelerado aún más la desigualdad y dejado a las familias

muy poco preparadas para sobreponerse a la menor turbulencia económica.

Mi campaña trataba de empujar la economía en una dirección opuesta.

No creía que Estados Unidos pudiera dar marcha atrás en la automatización

o cortar la cadena de producción internacional (aunque sí pensaba que

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