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Una-tierra-prometida (1)

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Así eran las cosas a principios de los 2000, durante la fiebre del oro del

negocio inmobiliario. En Chicago parecía que los negocios brotaban de la

noche a la mañana. Con los precios de la vivienda creciendo a un ritmo sin

precedentes, las tasas de interés bajas y hasta los prestamistas solicitando

solo un 10 o un 5 por ciento —o incluso nada— de entrada por una compra,

¿por qué renunciar a esa habitación extra, esa encimera de granito o ese

sótano bien terminado que las revistas y los programas de televisión

insistían en que eran lo habitual en la clase media? Era una gran inversión,

algo seguro, y una vez comprada, la casa misma podía hacer las veces de

cajero automático personal, pagar el tratamiento correcto para las ventanas,

las tan esperadas vacaciones en Cancún o compensando que el año pasado

no te dieron el aumento. Ansiosos por no quedarse fuera, amigos, taxistas y

maestros de escuela me contaban que habían caído en la locura de las casas,

de repente todo el mundo era experto en el lenguaje de las cuotas fijas,

hipotecas de tasa variable y en el índice Case-Shiller. Cuando les prevenía

amablemente —el mercado inmobiliario puede ser imprevisible, no te

metas demasiado— me aseguraban que habían hablado con algún primo o

tío que había hecho un gran negocio con un tono de suave regocijo que

implicaba que no podía ni imaginar la cifra.

Tras ser elegido senador de Estados Unidos, vendimos nuestro

apartamento en East View Park a un precio lo bastante alto para cancelar

nuestra primera hipoteca y nuestra segunda hipoteca, y obtener una pequeña

ganancia. Pero una noche, cuando volvía a casa, me di cuenta de que el

escaparate de nuestra agencia inmobiliaria ahora estaba vacío, y en la

ventana había un gran cartel que decía «se vende» o «alquila». Todos los

bloques de apartamentos recién construidos a lo largo de River North y de

South Loop parecían vacíos, incluso aquellos en los que los promotores

ofrecían mayores descuentos a los compradores. Una antigua empleada que

había dejado su puesto en el Gobierno para sacarse la licencia de agente

inmobiliario me preguntó si tenía noticia de algún puesto vacante; el chollo

de los bienes inmobiliarios no estaba dando los resultados que ella

esperaba.

Ni me sorprendió ni me asustó nada de eso, pensaba que era la típica

caída cíclica del mercado. Pero cuando regresé a Washington, le mencioné a

un amigo, George Haywood, que el mercado inmobiliario de Chicago

estaba cayendo algo mientras comíamos un bocadillo en el parque cerca del

Capitolio. George había abandonado la Escuela de Derecho de Harvard para

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