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Una-tierra-prometida (1)

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amplificaba la alegría y el ruido de nuestra joven familia: estridentes baños,

chillonas fiestas de cumpleaños y el sonido de Motown o alguna salsa en el

altavoz inalámbrico sobre la repisa de la chimenea mientras yo hacía girar a

las niñas en brazos. A pesar de que veíamos cómo muchos amigos de

nuestra edad se compraban casas más grandes en barrios acomodados, la

única ocasión en la que surgió la idea de mudarnos fue cuando en el verano

vimos a uno o dos ratones (no sabíamos con certeza) que atravesaron

corriendo una y otra vez el largo suelo del pasillo. Al final solucioné el

problema haciendo algunos arreglos en el parqué de la cocina, pero solo

después de discutir —con una estupidez notable por mi parte y una sonrisita

de sabelotodo— si dos ratones podían considerarse realmente una «plaga» y

de que Michelle, en respuesta, amenazara con marcharse con las niñas.

Pagamos 277.500 dólares por el apartamento, con una entrada del 40 por

ciento (gracias a una ayuda de Toot) y una hipoteca fija a treinta y cinco

años. Sobre el papel, nuestros ingresos habrían tenido que poder soportar

cómodamente esas cuotas mensuales, pero a medida que Malia y Sasha iban

creciendo, el coste de las niñeras, las cuotas de la escuela y los

campamentos de verano seguían subiendo, mientras que el capital de

nuestros préstamos de la universidad y la Facultad de Derecho seguía

siendo los mismos. Siempre íbamos justos de dinero: el saldo de las tarjetas

de crédito crecía, apenas teníamos ahorros. De modo que cuando Marty

sugirió que consideráramos refinanciar nuestra hipoteca para aprovechar las

tasas de interés más bajas, al día siguiente llamé a mi agente hipotecario.

El agente, un joven enérgico de pelo rapado, me confirmó que podía

ahorrarnos unos cientos de dólares al mes mediante un refinanciamiento.

Pero con los precios de las casas por las nubes, nos preguntó si habíamos

considerado la posibilidad de usar una parte de nuestro patrimonio neto para

sacar algo de efectivo de la operación. Es algo habitual, dijo, es cuestión de

hablar con un tasador. Al principio sentí escepticismo, escuchaba la sensata

voz de Toot susurrándome en el oído, pero cuando hice números y tuve en

cuenta lo que nos íbamos a ahorrar cancelando nuestras deudas de las

tarjetas de crédito, fue difícil rebatir la lógica del agente. Sin que el tasador

ni el agente se tomaran la molestia de inspeccionar nuestra casa, y habiendo

puesto sobre la mesa solo las nóminas de tres meses y un puñado de

extractos bancarios, firmé un par de papeles y me fui de la oficina del

agente con un cheque por valor de cuarenta mil dólares y la vaga sensación

de que me había salido con la mía.

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