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Una-tierra-prometida (1)

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cuando Axe se apresuró a subir para contarnos que se había filtrado quién

iba a ser el compañero de McCain en la campaña. Joe leyó el nombre en la

BlackBerry de Axe y me miró.

«¿Quién diablos es Sarah Palin?», dijo.

Durante las dos semanas siguientes, los corresponsales de prensa se

obsesionaron con la misma pregunta, dándole a la campaña de McCain el

empuje de adrenalina que tanto necesitaba y borrando efectivamente nuestra

campaña de los medios. Tras sumar a Palin, McCain reunió millones de

dólares en donaciones solo en una semana. Sus números en las encuestas

dieron un salto, poniéndonos básicamente en un empate.

Sarah Palin —la gobernadora de Alaska, de cuarenta y cuatro años,

desconocida en la política nacional— era, sobre todo, un elemento

disruptivo. No solo era joven y mujer, una potencial revolucionaria por

derecho propio, sino que además tenía una historia imposible de inventar:

había sido jugadora de baloncesto de un pequeño pueblo y reina de la

belleza, antes de saltar de una universidad a otra hasta sumar cinco para

graduarse como periodista. Había trabajado un tiempo como comentarista

deportiva, luego había sido elegida alcaldesa de Wasilla, un pueblo en

Alaska, se había enfrentado a la arraigada clase dirigente republicana y le

había dado un duro golpe al gobernador de turno en 2006. Se había casado

con su novio del instituto, tenía cinco hijos (uno de ellos adolescente y a

punto de ser desplegado en Irak, y el otro un bebé con síndrome de Down),

profesaba una conservadora fe cristiana, y disfrutaba saliendo a cazar alces

y ciervos canadienses en su tiempo libre.

Era una biografía hecha a medida para los votantes blancos de clase

trabajadora que odiaban Washington y sostenían la sospecha, no del todo

injustificada, de que las élites de las grandes ciudades menospreciaban su

estilo de vida; ya fuera en los negocios, la política o los medios. A Palin no

le importaba si el consejo editorial del New York Times o los oyentes de la

National Public Radio cuestionaban sus capacidades. Ella ofrecía esas

críticas como prueba de su autenticidad, porque había comprendido (mucho

antes que la mayoría de sus detractores) que los intermediadores estaban

perdiendo relevancia; que se habían abierto las compuertas de lo que se

consideraba aceptable en un candidato para un cargo nacional; y que la

cadena Fox News, la radio y el incipiente poder de las redes sociales le

podían proveer de todas las plataformas que necesitaba para llegar al

público al que se dirigía.

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