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Una-tierra-prometida (1)

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citando lo que había dicho a las personas que se habían reunido en la

Explanada Nacional aquel día de 1963: «No podemos caminar solos. Y

mientras caminamos, debemos hacernos la promesa de que marcharemos

siempre hacia delante. No podemos volver atrás».

«No podemos caminar solos.» No recordaba aquella frase en concreto del

discurso de Martin Luther King. Pero en la práctica, mientras la leía en voz

alta, de pronto me vi pensando en todos los voluntarios negros y mayores

que había conocido en nuestras sedes de campaña a lo largo del país, el

modo en que me habían estrechado la mano y dicho que jamás habían

pensado que fueran a ver el día en que un hombre negro tendría una

verdadera oportunidad de ser presidente.

Pensé en las personas mayores que me habían escrito para contarme que

se habían despertado temprano y habían sido las primeras en la fila para

votar durante las primarias, incluso si estaban enfermos o discapacitados.

Pensé en el conserje, en los porteros, secretarios, chóferes y todos los

empleados con los que me cruzaba cada vez que iba a un hotel, a un centro

de convenciones o a edificios de oficinas: cómo me saludaban, o levantaban

los pulgares, o aceptaban tímidamente darme la mano; hombres y mujeres

negros de cierta edad que, al igual que los padres de Michelle, habían

cumplido en silencio todos los pasos necesarios para alimentar a sus

familias y enviar a sus hijos a la universidad, y que ahora veían en mí

algunos de los frutos de su labor.

Pensé en todas las personas que habían ido a la cárcel o habían

participado en la Marcha de Washington cuarenta, cincuenta años antes, que

habían sido testigos de la transformación de su país aunque las cosas

todavía estaban lejos de ser como las habían imaginado, y me pregunté qué

sentirían cuando pisara el escenario en Denver.

—Sabéis qué... necesito un minuto —dije con la voz entrecortada, los

ojos cargados de emoción. Fui al baño a mojarme un poco la cara. Cuando

regresé unos minutos más tarde, Favs, Axe y el operador del teleprónter

estaban inmóviles, no sabían qué hacer.

—Lo siento —dije—. Empecemos otra vez desde el principio.

No me costó repasar todo el discurso la segunda vez. La única

interrupción sucedió más o menos a mitad de la disertación, cuando oímos

unos golpecitos en la puerta y apareció un empleado del hotel de pie en el

pasillo con una ensalada César («¿Qué queréis que os diga? —comentó Axe

con una sonrisa tímida—. Me estaba muriendo de hambre»). La noche

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