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Una-tierra-prometida (1)

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—¿Qué hacemos si llueve? —pregunté.

—Hemos revisado las estadísticas climatológicas de los últimos cien

años de Denver para el día 28 de agosto a las ocho de la tarde —dijo

Plouffe— y solo ha llovido una vez.

—¿Y si este año es la segunda? ¿Hay algún plan B?

—Cuando reservemos el estadio —contestó Plouffe— no hay vuelta atrás

—hizo una mueca ligeramente macabra—. Haz memoria. Las cosas

siempre nos salen mejor cuando no tenemos red. ¿Por qué cambiar ahora?

Efectivamente, por qué.

Michelle y las niñas viajaron a Denver unos días antes, mientras yo hacía

campaña en un par de estados, de modo que cuando llegué, los festejos

estaban en su apogeo. Las furgonetas de los medios para transmitir vía

satélite y las tiendas de prensa rodeaban el estadio como un ejército en

asedio, los vendedores ambulantes pregonaban sus camisetas, gorras, bolsas

de tela y joyas adornadas con nuestro icónico logo o mi orejudo retrato. Los

turistas y paparazzi sacaban fotos a los políticos y celebridades que pasaban

ocasionalmente por el estadio.

A diferencia de la convención del 2000, cuando había sido el chico que

apretaba la nariz contra el escaparate de la tienda de dulces, o la convención

del 2004, cuando me había creído en el centro de la acción con mi discurso

inaugural, ahora me sentía tanto la atracción principal como parte de la

periferia, atrapado en la suite del hotel o mirando por la ventanilla del coche

del Servicio Secreto, tras haber llegado a Denver solo dos noches antes de

la convención. Me explicaron que era tanto por una cuestión de seguridad

como de efecto teatral: si me mantenía al margen, la expectativa solo podía

crecer. Pero eso hacía que me sintiera impaciente y curiosamente ajeno,

como si solo fuera un atrezo muy caro que había que sacar de la caja en

unas condiciones especiales.

Aún conservo en la memoria algunos momentos de aquella semana. Me

acuerdo de Malia y Sasha y tres de las nietas de Joe rodando de un lado a

otro sobre una pila de colchones hinchables en nuestra suite del hotel, todas

partiéndose de risa, sumidas en sus juegos secretos y completamente

indiferentes a los bombos y platillos de más abajo. Recuerdo a Hillary

dando un paso hacia el micrófono como representante de los delegados de

Nueva York, y haciendo la petición formal para que me votaran como el

candidato demócrata, en un poderoso gesto de unidad. Y recuerdo haberme

sentado en el cuarto de estar de una encantadora familia de simpatizantes en

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