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Una-tierra-prometida (1)

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carrera en las primarias, me habían impresionado su habilidad y disciplina

para los debates, y lo cómodo que se sentía en la escena nacional.

Pero por encima de todo, Joe tenía corazón. De niño había superado una

seria tartamudez (lo que seguramente explicaba su enérgico apego a las

palabras) y en la edad adulta, dos aneurismas cerebrales. En política, había

conocido muy pronto el éxito y había sufrido derrotas humillantes. También

había soportado una tragedia imposible de imaginar: en 1972, apenas unas

semanas después de ser elegido senador, su esposa y su hija bebé murieron

en un accidente de coche, y sus jóvenes hijos, Beau y Hunter, resultaron

heridos. Ante semejantes pérdidas, sus colegas y hermanos hablaron con él

para que renunciara al Senado, pero él consiguió arreglar sus horarios para

poder hacer el trayecto diario de hora y media entre Delaware y Washington

en tren para cuidar de los niños, una práctica que continuó realizando las

siguientes tres décadas.

Que Joe superara semejante tragedia fue también mérito de su segunda

esposa, Jill, una encantadora y discreta maestra a quien había conocido tres

años antes del accidente, y que educó a los hijos de Joe como propios. Cada

vez que veía a los Biden juntos, se notaba al instante lo mucho que la

familia sostenía a Joe: cuánto orgullo y alegría le daba Beau, por aquel

entonces fiscal general y una figura en ascenso en la política en Delaware;

también Hunter, abogado en Washington; Ashley, una trabajadora social en

Wilmington; y sus preciosos nietos.

La familia sostenía a Joe, pero también lo hacía su carácter optimista. La

tragedia y las derrotas tal vez lo habían marcado, como comprobaría más

tarde, pero no lo habían convertido ni en un resentido ni en un cínico.

Basándome en esas impresiones, le pedí a Joe que se sometiera al

proceso de selección inicial y se reuniera conmigo mientras hacía campaña

en Minnesota. Al principio resistió; como la mayoría de senadores, Joe

tenía un ego saludable y no le gustaba la idea de interpretar un papel

secundario. Nuestra reunión empezó con él exponiendo los motivos por los

que el trabajo de vicepresidente podía representar un paso atrás (junto a una

explicación de por qué él sería la mejor opción). Le aseguré que no buscaba

un sustituto ceremonial sino un compañero.

«Si me eliges a mí —dijo Joe— quiero poder ser capaz de hacer mis

sugerencias con mi mejor criterio y franqueza. Tú serás el presidente y yo

defenderé lo que decidas. Pero quiero estar siempre en la habitación en

todas las decisiones importantes.»

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