Una-tierra-prometida (1)

eimy.yuli.bautista.cruz
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07.09.2022 Views

inmóvil en un silencio contemplativo, a continuación enrollé mi trocito depapel y lo empujé al fondo de una grieta en la pared.«Señor —había escrito—, protégenos a mi familia y a mí. Perdona mispecados y ayúdame a mantenerme a salvo del orgullo y el desánimo. Damela sabiduría necesaria para hacer lo que es correcto y justo. Conviérteme enun instrumento de tu voluntad.»Supuse que aquellas palabras quedaban entre Dios y yo. Pero al díasiguiente salieron en un periódico israelí antes de alcanzar la vida eterna eninternet. Al parecer, cuando nos fuimos un espectador sacó mi papelito delmuro; recordatorio del precio que había que pagar por entrar en la escenamundial. La línea que separaba mi vida privada de la pública se estabadesdibujando. Cada pensamiento y cada gesto eran ahora materia de interésglobal.Acostúmbrate, me dije. Forma parte del trato.Cuando regresamos del extranjero, me sentía como un astronauta o unexplorador recién llegado de una trabajosa expedición, cargado deadrenalina y vagamente desorientado por la vida ordinaria. A solo un mesde la Convención Nacional Demócrata decidí intentar normalizar un pocolas cosas llevando a mi familia a Hawái una semana. Le dije a Plouffe queaquella decisión era irrebatible. Tras haber pasado varios meses decampaña, necesitaba cargar las pilas, y Michelle también. Además, la saludde Toot se deterioraba rápidamente, y aunque no podíamos saber conprecisión cuánto tiempo le quedaba a mi abuela, no tenía intención derepetir el error que había cometido con mi madre.Y por encima de todo, quería pasar tiempo con mis hijas. Hasta dondesentía, la campaña no había afectado a nuestro vínculo. Malia seguía siendotan parlanchina e inquisidora conmigo como siempre y Sasha igual dealegre y cariñosa. Cuando estaba de gira, hablaba con ellas por teléfonotodas las noches sobre la escuela, sus amigos o el último episodio de BobEsponja . Cuando estaba en casa, les leía, las desafiaba a algún juego demesa y de vez en cuando nos escabullíamos juntos a por helado.Aun así, semana a semana veía lo rápido que crecían, cómo susextremidades parecían de pronto varios centímetros más largas de lo querecordaba, su conversación durante la cena más sofisticada. Esos cambioseran la medida de todo lo que me había perdido, la prueba de que no había

estado allí para cuidarlas cuando estaban enfermas o para abrazarlas cuandotenían miedo o para reírme de sus bromas. Por más que creyera en laimportancia de lo que estaba haciendo, sabía que jamás iba a recuperar esetiempo. Y varias veces me descubrí cuestionándome si había sido un tratosabio por mi parte.Tenía razón en sentirme culpable. Es difícil exagerar la carga que mifamilia tuvo que soportar por mi causa durante aquellos dos años decampaña para presidente: lo mucho que me apoyé en la fortaleza y lashabilidades para la crianza de Michelle, y cuánto dependía del increíblebuen humor y la madurez de mis hijas. Un poco antes aquel verano,Michelle había accedido a llevar a las niñas y acompañarme mientras hacíacampaña en Butte, Montana, el Cuatro de Julio, fecha en la que ademásMalia cumplía diez años. Mi hermana Maya y su familia decidieron venirtambién. Pasamos un buen rato aquel día, visitamos un museo de minería ynos perseguimos con pistolas de agua, aunque la mayor parte del tiemposeguí comprometido con conseguir votos. Obedientes, las niñas caminarontrabajosamente a mi lado mientras estrechaba manos por toda la ruta deldesfile local. Estuvieron de pie bajo el sol escuchando un mitin por la tarde.Y por la noche, después de que los fuegos artificiales que les habíaprometido se cancelaran a causa de una tormenta, celebramos una fiesta decumpleaños improvisada en un salón de conferencias sin ventanas en el pisoinferior del Holiday Inn. Nuestro equipo de avanzada había hecho todo loposible por animar el lugar con unos globos. Había pizza, ensalada y unatarta de supermercado. Sin embargo, mientras veía a Malia apagar las velasy pedir un deseo para el año siguiente, me pregunté si se sentiríadecepcionada, si más adelante recordaría aquel día como un testimonio delo equivocadas que fueron las prioridades de su padre.Justo en ese momento, Kristen Jarvis, una de las jóvenes asistentes deMichelle, sacó un iPod y lo conectó a unos altavoces portátiles. Malia ySasha me cogieron de la mano y me levantaron de la silla. Enseguida estabatodo el mundo bailando al son de Beyoncé y los Jonas Brothers. Sasha dabavueltas, Malia sacudía sus rizos cortos, Michelle y Maya se partían de risamientras yo alardeaba con mis mejores pasos de padre. Media hora mástarde, cuando ya estábamos todos felizmente sin aliento, Malia se acercó yse sentó en mis rodillas.«Papi —dijo—, este es el mejor cumpleaños de mi vida.»

estado allí para cuidarlas cuando estaban enfermas o para abrazarlas cuando

tenían miedo o para reírme de sus bromas. Por más que creyera en la

importancia de lo que estaba haciendo, sabía que jamás iba a recuperar ese

tiempo. Y varias veces me descubrí cuestionándome si había sido un trato

sabio por mi parte.

Tenía razón en sentirme culpable. Es difícil exagerar la carga que mi

familia tuvo que soportar por mi causa durante aquellos dos años de

campaña para presidente: lo mucho que me apoyé en la fortaleza y las

habilidades para la crianza de Michelle, y cuánto dependía del increíble

buen humor y la madurez de mis hijas. Un poco antes aquel verano,

Michelle había accedido a llevar a las niñas y acompañarme mientras hacía

campaña en Butte, Montana, el Cuatro de Julio, fecha en la que además

Malia cumplía diez años. Mi hermana Maya y su familia decidieron venir

también. Pasamos un buen rato aquel día, visitamos un museo de minería y

nos perseguimos con pistolas de agua, aunque la mayor parte del tiempo

seguí comprometido con conseguir votos. Obedientes, las niñas caminaron

trabajosamente a mi lado mientras estrechaba manos por toda la ruta del

desfile local. Estuvieron de pie bajo el sol escuchando un mitin por la tarde.

Y por la noche, después de que los fuegos artificiales que les había

prometido se cancelaran a causa de una tormenta, celebramos una fiesta de

cumpleaños improvisada en un salón de conferencias sin ventanas en el piso

inferior del Holiday Inn. Nuestro equipo de avanzada había hecho todo lo

posible por animar el lugar con unos globos. Había pizza, ensalada y una

tarta de supermercado. Sin embargo, mientras veía a Malia apagar las velas

y pedir un deseo para el año siguiente, me pregunté si se sentiría

decepcionada, si más adelante recordaría aquel día como un testimonio de

lo equivocadas que fueron las prioridades de su padre.

Justo en ese momento, Kristen Jarvis, una de las jóvenes asistentes de

Michelle, sacó un iPod y lo conectó a unos altavoces portátiles. Malia y

Sasha me cogieron de la mano y me levantaron de la silla. Enseguida estaba

todo el mundo bailando al son de Beyoncé y los Jonas Brothers. Sasha daba

vueltas, Malia sacudía sus rizos cortos, Michelle y Maya se partían de risa

mientras yo alardeaba con mis mejores pasos de padre. Media hora más

tarde, cuando ya estábamos todos felizmente sin aliento, Malia se acercó y

se sentó en mis rodillas.

«Papi —dijo—, este es el mejor cumpleaños de mi vida.»

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