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Una-tierra-prometida (1)

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inmóvil en un silencio contemplativo, a continuación enrollé mi trocito de

papel y lo empujé al fondo de una grieta en la pared.

«Señor —había escrito—, protégenos a mi familia y a mí. Perdona mis

pecados y ayúdame a mantenerme a salvo del orgullo y el desánimo. Dame

la sabiduría necesaria para hacer lo que es correcto y justo. Conviérteme en

un instrumento de tu voluntad.»

Supuse que aquellas palabras quedaban entre Dios y yo. Pero al día

siguiente salieron en un periódico israelí antes de alcanzar la vida eterna en

internet. Al parecer, cuando nos fuimos un espectador sacó mi papelito del

muro; recordatorio del precio que había que pagar por entrar en la escena

mundial. La línea que separaba mi vida privada de la pública se estaba

desdibujando. Cada pensamiento y cada gesto eran ahora materia de interés

global.

Acostúmbrate, me dije. Forma parte del trato.

Cuando regresamos del extranjero, me sentía como un astronauta o un

explorador recién llegado de una trabajosa expedición, cargado de

adrenalina y vagamente desorientado por la vida ordinaria. A solo un mes

de la Convención Nacional Demócrata decidí intentar normalizar un poco

las cosas llevando a mi familia a Hawái una semana. Le dije a Plouffe que

aquella decisión era irrebatible. Tras haber pasado varios meses de

campaña, necesitaba cargar las pilas, y Michelle también. Además, la salud

de Toot se deterioraba rápidamente, y aunque no podíamos saber con

precisión cuánto tiempo le quedaba a mi abuela, no tenía intención de

repetir el error que había cometido con mi madre.

Y por encima de todo, quería pasar tiempo con mis hijas. Hasta donde

sentía, la campaña no había afectado a nuestro vínculo. Malia seguía siendo

tan parlanchina e inquisidora conmigo como siempre y Sasha igual de

alegre y cariñosa. Cuando estaba de gira, hablaba con ellas por teléfono

todas las noches sobre la escuela, sus amigos o el último episodio de Bob

Esponja . Cuando estaba en casa, les leía, las desafiaba a algún juego de

mesa y de vez en cuando nos escabullíamos juntos a por helado.

Aun así, semana a semana veía lo rápido que crecían, cómo sus

extremidades parecían de pronto varios centímetros más largas de lo que

recordaba, su conversación durante la cena más sofisticada. Esos cambios

eran la medida de todo lo que me había perdido, la prueba de que no había

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