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Una-tierra-prometida (1)

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del viaje había sido diseñado para responder a ese tipo de preguntas, una

sofisticada prueba en el escenario internacional. Hubo reuniones bilaterales

con el rey Abdalá en Jordania, con Gordon Brown en Inglaterra, con

Nicolas Sarkozy en Francia. Me reuní con Angela Merkel en Alemania,

donde además hablé para un público de doscientas mil personas frente a la

histórica Columna de la Victoria en Berlín, y donde declaré que así como

las generaciones anteriores habían tirado abajo el muro que una vez había

dividido a Europa, nuestro trabajo ahora era derribar otros muros menos

evidentes: los que separaban a ricos y pobres, a razas y tribus, a nativos de

inmigrantes, a cristianos, musulmanes y judíos. Tras un par de días

maratonianos en Israel y Cisjordania, me reuní individualmente con el

primer ministro israelí Ehud Ólmert y el presidente palestino Mahmud

Abás, y puse todo de mi parte por comprender no solo la lógica sino

también los sentimientos que había tras ese conflicto ancestral y

aparentemente inextricable. En la ciudad de Sederot escuché describir a

unos padres el pánico que sentían cuando los proyectiles que se lanzaban

desde la cercana Gaza caían a solo unos metros de las habitaciones de sus

hijos. En Ramala, escuché a los palestinos describir las humillaciones que

sufrían en los puestos de control israelíes.

Según Gibbs, la prensa estadounidense consideraba que había pasado la

prueba de «aspecto presidenciable» con buena nota, pero para mí, el viaje

iba más allá de lo meramente visible. Mucho antes de volver a casa, sentí la

magnitud de los desafíos que me aguardaban si ganaba, y la gracia divina

que iba a necesitar para cumplir la tarea.

En estas cosas pensaba la mañana del 24 de julio, cuando llegué al Muro

de las Lamentaciones de Jerusalén, construido hace dos mil años para

proteger la sagrada Explanada del Templo y considerado un acceso a la

divinidad, un lugar donde Dios recibe las plegarias de todos los visitantes.

Durante siglos, peregrinos de todo el mundo han confiado sus oraciones

escribiéndolas en papel y metiéndolas entre las grietas del muro. Esa

mañana en el hotel yo había escrito mi plegaria en un papel antes de salir.

En la grisácea luz del amanecer, rodeado de mis anfitriones israelíes, mis

asistentes, los agentes del Servicio Secreto y el estrépito de las cámaras de

los medios, incliné la cabeza ante el muro, mientras un barbudo rabino leía

un salmo en el que se llamaba a la paz en la ciudad sagrada de Jerusalén.

Como era costumbre, apoyé la mano en la suave piedra caliza, y me quedé

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