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Una-tierra-prometida (1)

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irresponsable, una especie de «apaga y vámonos»; otra muy distinta era

rechazar esa misma idea cuando venía de un líder iraquí.

Evidentemente, en aquel momento Maliki aún no tenía la última palabra

en el país. Quien la tenía era el comandante de las fuerzas de coalición en

Irak, el general David Petraeus, y mi conversación con él presagió algunos

de los debates fundamentales sobre política exterior que tendría durante

gran parte de mi mandato.

Esbelto y atlético, doctorado en Relaciones Internacionales y en

Economía por la Universidad de Princeton, con una mentalidad disciplinada

y analítica, a Petraeus se le consideraba el cerebro detrás de la mejora de

nuestra situación en Irak y el individuo al que la Casa Blanca había

encargado básicamente la estrategia. Viajamos juntos en helicóptero desde

el aeropuerto de Bagdad hasta la fortificada Zona Verde, sin dejar de hablar.

Lo más importante de nuestra conversación no saldría publicado en ninguna

reseña de la prensa. Para mi equipo de campaña, con eso bastaba. Lo que

les importaba eran las fotografías, mi imagen junto a un general de cuatro

estrellas a bordo de un helicóptero Black Hawk, con casco y gafas de

aviador, un joven y vigoroso contraste con la triste imagen de mi oponente

republicano al que, por casualidad, habían retratado también ese mismo día:

McCain en el asiento delantero de un cochecito de golf junto al presidente

George W. Bush parecían un par de abuelitos con jerséis color pastel rumbo

a un picnic en el club de campo.

Mientras tanto, Petraeus y yo discutimos todo en su espaciosa oficina de

la sede central de la coalición: desde la necesidad de más especialistas en el

idioma árabe dentro del ejército hasta el papel crucial que iban a tener los

proyectos de desarrollo en la deslegitimación de las milicias y

organizaciones terroristas, y en el fortalecimiento del nuevo Gobierno.

Pensé que Bush se merecía cierto crédito, por haber elegido a ese general

para enderezar aquel barco que se hundía. Si hubiésemos tenido tiempo y

recursos ilimitados —si los intereses de Estados Unidos a largo plazo en

cuestiones de seguridad hubiesen dependido de la creación de un Estado

iraquí que funcionara y pudiera convertirse en un aliado democrático de

Estados Unidos— entonces las ideas de Petraeus habrían tenido muchas

posibilidades de lograr su objetivo.

Pero no teníamos tiempo o recursos ilimitados. En última instancia aquel

era, reducido a su mínima expresión, el mejor argumento para apoyar una

retirada. ¿Cuánto tendríamos que seguir dando y cuando sería suficiente?

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