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Una-tierra-prometida (1)

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meseta sur de Afganistán. Las pequeñas aldeas de adobe y madera que

veíamos desde el aire se fusionaban a la perfección con las formaciones

rocosas de tinte parduzco, alguna carretera pavimentada o una línea

eléctrica de cuando en cuando. Intenté imaginar qué pensaría la gente de allí

abajo de los estadounidenses que estaban entre ellos o de su propio

presidente en su lujoso palacio o hasta de la misma idea de una nación

Estado llamada Afganistán. Nada muy bueno, sospeché. Trataban de

sobrevivir sin más, sacudidos por fuerzas tan constantes e imprevisibles

como los vientos. Y me pregunté qué hacía falta —más allá de la valentía y

las habilidades militares, y a pesar de los programas escrupulosamente

planeados desde Washington— para reconciliar las ideas estadounidenses

de lo que debía ser Afganistán y aquel paisaje que durante siglos se había

mostrado inmune a los cambios.

Esos pensamientos me acompañaron cuando dejamos Afganistán y nos

dirigimos a Irak, pasando una noche en Kuwait. La tendencia había

mejorado desde mi última visita a Irak. El aumento de las tropas

norteamericanas, las elecciones del primer ministro chiita, Nuri al Maliki,

certificadas a nivel internacional y el acuerdo negociado con los líderes de

las tribus suníes en la provincia occidental de Anbar, habían revertido las

consecuencias de algunas matanzas sectarias que había desatado la invasión

estadounidense inicial y las posteriores chapuzas realizadas por hombres

como Donald Rumsfeld y Paul Bremer. John McCain interpretaba ese éxito

reciente como un signo de que estábamos ganando la batalla, y aseguraba

que iba a continuar así siempre que mantuviéramos el ritmo y —en lo que

se había convertido en un mantra entre los republicanos— «escucháramos a

nuestros comandantes en el terreno».

Yo sacaba una conclusión distinta. Después de cinco años de dura

intervención de Estados Unidos, con Sadam Husein muerto, ninguna

evidencia de armas de destrucción masiva y un Gobierno en funciones

elegido democráticamente, me pareció que había llegado el momento de

planificar una retirada por etapas que se iría desarrollando con el tiempo

necesario para poner en pie a las fuerzas de seguridad iraquíes y acabar con

los últimos vestigios de Al Qaeda en Irak; garantizar el soporte militar, de

inteligencia y financiero en curso; y llevar de vuelta a casa a nuestras tropas

para devolver Irak a su pueblo.

Al igual que en Afganistán, tuvimos la oportunidad de charlar con las

tropas y de visitar una base de operaciones avanzada en Anbar, antes de

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