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Una-tierra-prometida (1)

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coalición, el general Dave McKiernan, reunió a su equipo para informarles

sobre los pasos que estaban dando para obligar a retroceder los bastiones de

los talibanes. Al día siguiente, mientras cenábamos en el comedor de la

sede central de la coalición en Kabul, escuchamos a un grupo de soldados

que nos contaron su misión con orgullo y entusiasmo. Al escuchar cómo

aquellos hombres y mujeres jóvenes —la mayoría había terminado la

secundaria hacía solo unos años— hablaban con fervor de construir

carreteras y escuelas, de entrenar a soldados afganos o de cómo se veían

obligados a interrumpir su trabajo o a dejarlo inacabado por falta de

personal o de recursos. Con una mezcla de humildad y frustración, les

prometí que iba a conseguirles más ayuda si tenía la oportunidad.

Pasamos la noche en la fortificada embajada de Estados Unidos y por la

mañana nos trasladamos a la imponente residencia del siglo XIX del

presidente Hamid Karzai. En la década de 1970, Kabul no era una ciudad

muy distinta a las capitales de otros países en desarrollo, pobre en sus

suburbios, pero pacífica y próspera, llena de hoteles elegantes, conciertos de

rock y estudiantes universitarios que querían modernizar el país. Karzai y

sus ministros eran resultado de aquella época, muchos habían huido a

Europa o a Estados Unidos durante la invasión soviética que comenzó en

1979 o a mediados de los noventa, cuando los talibanes se hicieron con el

control. Después de tomar la ciudad, Estados Unidos había llevado de

vuelta e instaurado en el poder a Karzai y sus ministros; expatriados

funcionales que esperábamos que sirvieran como la cara de un nuevo orden

afgano, uno no militante. Con su inglés impecable y su ropa elegante,

Karzai y sus ministros cumplieron con el papel, y mientras nuestra comitiva

cenaba un banquete de platos típicos afganos, ellos hicieron todo lo posible

por convencernos de que era posible un Afganistán moderno, tolerante y

autosuficiente, siempre y cuando siguieran llegando el dinero y las tropas

estadounidenses.

Habría creído en las palabras de Karzai si no hubiese sido por los

informes de una corrupción desenfrenada y una pésima gestión de su

Gobierno. Gran parte del campo afgano seguía fuera del control de Kabul y

Karzai rara vez se atrevía a salir, para conservar su poder confiaba no solo

en nuestro ejército, sino también en un mosaico de alianzas con caudillos

militares locales. Aquel mismo día pensé en su aparente aislamiento cuando

un par de helicópteros Black Hawk nos trasladaron sobrevolando el terreno

montañoso hacia la base de operaciones avanzada cerca de Helmand, en la

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