Una-tierra-prometida (1)

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07.09.2022 Views

siempre, incluso cuando me pasaba una semana entera sin verlas. Pensé enel talento y el enfoque de Axe y de Plouffe, y del resto del equipo sénior,que nunca habían dado la menor impresión de estar haciendo lo que hacíanpor dinero o por poder, y como frente a una presión constante se habíanmostrado leales no solo a mí y entre ellos, sino a la idea de que EstadosUnidos fuera un país mejor. Pensé en amigos como Valerie, Marty y Eric,que compartían mis alegrías y aliviaban mi carga en cada paso, sin pedirnada a cambio. Y en los jóvenes activistas de campaña y voluntarios quehabían hecho frente al mal tiempo sin vacilar, a los votantes escépticos y alos tropiezos de su candidato.Había pedido algo muy difícil a los estadounidenses: que depositaran suconfianza en un joven e inexperto recién llegado. No solo un hombre negro,sino alguien cuyo propio nombre evocaba una historia de vida que parecíaextraña. En repetidas ocasiones les había dado motivos para no apoyarme.Había habido debates irregulares, posicionamientos poco convencionales,meteduras de pata y hasta un pastor que había maldecido a los EstadosUnidos de América. Y me había medido con una contrincante que habíaprobado tanto su capacidad como su entereza.A pesar de todo, me habían dado una oportunidad. En medio del ruido yel parloteo del circo político habían atendido a mi llamada para hacer algodistinto. Incluso a pesar de no haber dado en todo momento lo mejor de mí,ellos habían sabido ver qué era lo mejor que les podía ofrecer: una voz queinsistía en que, a pesar de nuestras diferencias, nos mantuviéramos unidoscomo un solo pueblo, y que juntos, los hombres y las mujeres de buenavoluntad podíamos encontrar el camino hacia un futuro mejor.Me prometí no decepcionarles.

8Al comienzo del verano de 2008, el primer objetivo de nuestra campaña eraunificar el Partido Demócrata. Las prolongadas y traumáticas primariashabían instaurado rencores entre el equipo de Hillary y el mío, y algunos desus más fervientes partidarios amenazaban con negarme su apoyo si no laincluía en la candidatura.Sin embargo, a pesar de las especulaciones en los medios sobre unaposible brecha irreparable, nuestra primera reunión tras las primarias, quese llevó a cabo a principios de junio en Washington, en casa de nuestracolega, la senadora Dianne Feinstein, resultó ser cortés y profesional,relajada. Al principio ella se vio obligada a sacarse algunas espinas quellevaba clavadas, relacionadas sobre todo con lo que según ella habían sidoataques injustos por parte de mi campaña. Como ganador, me vi obligado aguardarme mis propias quejas, pero no nos llevó demasiado tiempo aclararlas cosas. En resumidas cuentas, ella quería colaborar; por el bien delPartido Demócrata, y por el bien del país.Puede que también le ayudara percibir mi sincera admiración. A pesar deque había decidido que en última instancia incluirla en la candidatura iba agenerar demasiadas complicaciones (como la incomodidad de tener a unexpresidente dando vueltas por el Ala Oeste sin una cartera asignada),estaba pensando en un papel distinto para ella en la Administración Obama.No era capaz de decir qué pensaba Hillary de mí. Pero si albergaba algunaduda sobre mi capacidad para enfrentarme a la tarea que tenía por delante,se la guardó para ella. Desde nuestra primera aparición pública juntos unassemanas más tarde, en un pequeño pueblo de New Hampshire llamadoUnity (cursi, pero efectivo), hasta el final de la campaña, tanto ella comoBill hicieron todo lo que les pedimos siempre con energía y una sonrisa.Con Hillary a bordo, el equipo y yo nos pusimos a trabajar en el diseñode nuestra estrategia electoral más amplia. Al igual que las primarias y lasdesignaciones de candidatos, las elecciones presidenciales son como un

siempre, incluso cuando me pasaba una semana entera sin verlas. Pensé en

el talento y el enfoque de Axe y de Plouffe, y del resto del equipo sénior,

que nunca habían dado la menor impresión de estar haciendo lo que hacían

por dinero o por poder, y como frente a una presión constante se habían

mostrado leales no solo a mí y entre ellos, sino a la idea de que Estados

Unidos fuera un país mejor. Pensé en amigos como Valerie, Marty y Eric,

que compartían mis alegrías y aliviaban mi carga en cada paso, sin pedir

nada a cambio. Y en los jóvenes activistas de campaña y voluntarios que

habían hecho frente al mal tiempo sin vacilar, a los votantes escépticos y a

los tropiezos de su candidato.

Había pedido algo muy difícil a los estadounidenses: que depositaran su

confianza en un joven e inexperto recién llegado. No solo un hombre negro,

sino alguien cuyo propio nombre evocaba una historia de vida que parecía

extraña. En repetidas ocasiones les había dado motivos para no apoyarme.

Había habido debates irregulares, posicionamientos poco convencionales,

meteduras de pata y hasta un pastor que había maldecido a los Estados

Unidos de América. Y me había medido con una contrincante que había

probado tanto su capacidad como su entereza.

A pesar de todo, me habían dado una oportunidad. En medio del ruido y

el parloteo del circo político habían atendido a mi llamada para hacer algo

distinto. Incluso a pesar de no haber dado en todo momento lo mejor de mí,

ellos habían sabido ver qué era lo mejor que les podía ofrecer: una voz que

insistía en que, a pesar de nuestras diferencias, nos mantuviéramos unidos

como un solo pueblo, y que juntos, los hombres y las mujeres de buena

voluntad podíamos encontrar el camino hacia un futuro mejor.

Me prometí no decepcionarles.

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