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Una-tierra-prometida (1)

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para dar la impresión de acción pero que no resolvía verdaderamente el

problema. Más tarde, cuando Hillary y McCain intentaron retratarme como

alguien que ha perdido el contacto con la realidad, indiferente a lo que unos

cientos de dólares podían significar para las familias trabajadoras

estadounidenses, doblamos la apuesta, grabamos un anuncio para la

televisión hablando del tema y lo emitimos sin parar por todo Indiana y

Carolina del Norte.

Fue uno de los momentos en que nos sentimos más orgullosos, habíamos

asumido una postura difícil que no iba generar ningún beneficio en las

encuestas y en contra de algunos especialistas que pensaban que estábamos

locos. En los datos de los sondeos empezamos a ver signos de que los

votantes compraban nuestro argumento, aunque llegados a ese punto

ninguno de nosotros —ni siquiera Plouffe— confiaba realmente en los

datos. Igual que un paciente que espera los resultados de una biopsia, la

posibilidad de un resultado negativo sobrevolaba la campaña.

La noche anterior a las primarias, hicimos un mitin en Indianápolis con

un espectáculo en vivo de Stevie Wonder. Cuando terminé mi discurso,

Valerie, Marty, Eric y yo nos instalamos en una pequeña habitación,

disfrutamos de la música, tomamos unas cervezas y cenamos pollo frío.

Estábamos pensativos, recordamos las alegrías de Iowa, la angustia de

New Hampshire, los voluntarios a los que habíamos conocido y los nuevos

amigos que habíamos hecho. Al final alguien mencionó la aparición del

reverendo Wright en el National Press Club, y Marty y Eric empezaron a

turnarse para representar las frases más atroces. Ya fuera un signo de

agotamiento, o de ansiedad anticipada por la jornada de votación del día

siguiente, o porque sencillamente reconocíamos lo absurdas que eran

nuestras circunstancias —cuatro amigos de toda la vida, afroamericanos del

sur de Chicago, comiendo pollo y escuchando a Stevie Wonder mientras

esperaban para ver si uno de ellos se convertía en el candidato demócrata a

la presidencia de Estados Unidos— nos pusimos a reír sin parar, con ese

tipo de carcajada profunda que provoca las lágrimas y hace que te caigas de

la silla, y que en realidad es prima hermana de la desesperación.

Entonces entró Axe con un aspecto desolado.

—¿Qué pasa? —le pregunté todavía riendo mientras trataba de recuperar

el aliento.

Axe negó con la cabeza.

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