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Una-tierra-prometida (1)

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su justa ira en los ojos. Aseguró que Estados Unidos era racista hasta el

tuétano y llegó a sugerir que el Gobierno estaba tras la epidemia de sida.

Elogió al líder de la organización Nación del Islam, Louis Farrakhan.

Aseguró que todos los ataques hacia él tenían una motivación racial, y

desestimó mi oposición a sus declaraciones anteriores diciendo

sencillamente que era «lo que hacen los políticos» cuando quieren ser

elegidos.

O, como dijo Marty más tarde, «seguía dando por culo con el tema del

gueto».

Me perdí la transmisión en directo, pero al verla después, supe lo que

tenía que hacer. La tarde siguiente, me encontraba sentado en un banco en

el vestuario de una escuela de secundaria en Winston-Salem, Carolina del

Norte, junto a Gibbs, mirando unas paredes pintadas de verde industrial,

con el olor rancio de las equipaciones de fútbol americano flotando

alrededor, esperando para dar un comunicado de prensa que iba a poner fin

a la relación con alguien cuyo papel, aunque pequeño, había sido

importante a la hora de convertirme en el hombre que era; alguien cuyas

palabras alguna vez habían servido como eslóganes para el discurso que me

había puesto en la escena nacional; alguien que, a pesar de todos sus

inexcusables puntos ciegos, siempre me había brindado su amabilidad y

apoyo.

—¿Estás bien? —me preguntó Gibbs.

—Sí.

—No debe ser nada fácil.

Asentí, conmovido por la preocupación de Gibbs. No era nada habitual

entre nosotros reconocer lo presionados que estábamos. Antes que nada,

Gibbs era un guerrero, y en segundo lugar un bromista, y cuando estábamos

de gira por lo general preferíamos la cháchara fácil y un liviano sentido del

humor. Pero tal vez porque había crecido en Alabama, comprendía mejor

que nadie las complicaciones de la raza, la religión y la familia, y cómo lo

bueno y lo malo, el amor y el odio, podían mezclarse irremediablemente en

un mismo corazón.

—Sabes, tal vez Hillary no está equivocada —dije.

—¿En qué?

—En que tal vez soy una mercancía dañada. A veces pienso en eso, en

que se supone que esto no tiene que ver con mis propias ambiciones. Se

supone que es para mejorar el país —le dije—. Si el pueblo de Estados

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