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Una-tierra-prometida (1)

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apoyos, los superdelegados podían empezar a huir, lo cual le daría a Hillary

la oportunidad de arrebatarnos la candidatura.

Esa clase de comentarios empezaron a sonar cada vez con más fuerza

cuando unos días más tarde Jeremiah Wright decidió hacer una ronda de

apariciones públicas.

Tras la emisión del vídeo, solo había hablado en una ocasión con él para

hacerle saber lo mucho que me oponía a lo que había dicho, pero también

para decirle que quería protegerlo a él y a la iglesia de repercusiones

posteriores. No recuerdo los detalles, solo que la conversación fue dolorosa

y breve, sus preguntas llenas de dolor. ¿Acaso alguno de esos supuestos

periodistas se había tomado la molestia de escuchar el sermón completo?,

me preguntó. ¿Cómo podían editar caprichosamente el trabajo de toda una

vida y reducirlo a dos minutos? Escuché cómo se defendía aquel hombre

orgulloso, pero solo fui capaz de imaginar su desconcierto. Había sido un

orador muy solicitado por las universidades y seminarios más importantes

de Estados Unidos, el pilar de su comunidad, una luminaria no solo entre

las iglesias de los negros sino también en muchas de blancos. Y de pronto,

en apenas un instante, se había convertido en un objeto nacional de

aprensión y escarnio.

Yo sentía verdaderos remordimientos porque sabía que todo aquello le

había sucedido por estar vinculado a mi figura. Era un daño colateral en una

batalla en la que no había elegido participar. Pero no tenía manera de aliviar

sus heridas de forma significativa, y cuando le hice la práctica —aunque

evidentemente egoísta— sugerencia de que mantuviera un perfil bajo

durante un tiempo y dejara que las cosas cayeran en el olvido, me di cuenta

de que se lo había tomado como una nueva ofensa.

Cuando se anunció que el reverendo Wright iba a dar una entrevista en el

programa de Bill Moyers, y luego un discurso inaugural en la cena de la

NAACP en Detroit, y más tarde iba a aparecer en el National Press Club de

Washington, justo antes de las primarias en Indiana y Carolina del Norte a

principios de mayo, me preparé para lo peor. Aun así, las primeras dos

apariciones resultaron llamativas sobre todo por su control; el reverendo se

mostró más como un teólogo y un predicador que como un provocador.

Pero, en el National Press Club, el dique se quebró. Ante el bombardeo

de preguntas de la prensa política y nervioso por su negativa a considerar

sus respuestas, el reverendo Wright dio rienda suelta a la bronca del siglo, y

se puso a gesticular como si fuera un predicador ambulante, con el brillo de

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