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Una-tierra-prometida (1)

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estado que respondieron por mí ante sus bases de clase trabajadora blanca.

Entre ellos resultó especialmente clave Bob Casey, el amable irlandés

católico, hijo del anterior gobernador del estado y uno de mis colegas en el

Senado. No sacaba nada en claro de todo aquello —Hillary tenía un apoyo

más amplio y lo más probable era que ganara en el estado— y cuando el

vídeo del reverendo Wright estalló en las noticias, él todavía no había

anunciado su apoyo. Aun así, cuando llamé a Bob antes de dar el discurso y

le ofrecí liberarle de su compromiso dado lo mucho que habían cambiado

las circunstancias, él insistió en seguir adelante.

«Lo del reverendo Wright no ayuda —dijo riendo y quitándole

importancia con elegancia—, pero sigo creyendo que eres la persona

apropiada.»

Bob confirmó su apoyo con honradez y coraje, y me acompañó a hacer

campaña durante más de una semana, de un lado a otro por toda

Pensilvania. Poco a poco nuestros números en las encuestas volvieron a

estar en alza. Y aunque sabíamos que no teníamos posibilidades de ganar,

pensábamos que podíamos perder por solo tres o cuatro puntos.

Y fue entonces, justo entonces, cuando cometí el peor error de la

campaña.

Habíamos volado a San Francisco para una gala de recaudación de

fondos a gran escala, el tipo de actos en los que por lo general me sentía

más bien intimidado. Se realizaba en una casa elegante, con una larga cola

para las fotos y había aperitivos de setas shitake y donantes ricos. La

mayoría eran fantásticos y generosos uno a uno, pero en grupo cumplían a

la perfección con el estereotipo del liberal de la Costa Oeste que se queda

tomando copas hasta las tantas y conduce un Prius. Ya entrada la noche,

durante la obligatoria ronda de preguntas, alguien me pidió que explicara

por qué pensaba que tantos electores de clase trabajadora en Pensilvania

seguían votando en contra de sus propios intereses y elegían a republicanos.

Me habían hecho esa misma pregunta, con distintas variantes, un millón

de veces. Por lo general no me costaba responder que la mezcla de ansiedad

económica, frustración ante un Estado federal aparentemente indiferente y

una legítima diferencia en temas sociales como el aborto, empujaban a los

votantes a las filas republicanas. Ya fuera porque estaba mental y

físicamente exhausto, o porque sencillamente estaba impaciente, la

respuesta no me salió de ese modo.

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