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Una-tierra-prometida (1)

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A finales de febrero, habíamos conseguido lo que parecía una ventaja

insuperable sobre Hillary en cuanto al número de delegados

comprometidos. Pero entonces Plouffe, siempre precavido en sus

valoraciones, llamó desde Chicago para decirme algo que de alguna manera

yo ya sabía.

«Creo que estamos en condiciones de decir que, si jugamos bien nuestras

cartas durante las próximas semanas, serás el candidato a presidente del

Partido Demócrata.»

Cuando colgué, me senté a solas e intenté registrar mis emociones. Había

algo de orgullo, supongo, la descarga de satisfacción que siente el

montañista cuando mira atrás, hacia la escarpada superficie que acaba de

superar. Aunque lo que sentí con más intensidad fue una especie de calma

sin euforia ni alivio que se volvió más sobria ante el pensamiento de que las

responsabilidades de gobierno ya no eran una posibilidad lejana. Cada vez

con más frecuencia, Axe, Plouffe y yo nos veíamos discutiendo el programa

de la campaña, porque yo insistía en que todas nuestras propuestas tenían

que ser capaces de resistir un análisis exhaustivo, pero ya no tanto para

defenderlas durante el periodo de elecciones (la experiencia me había

demostrado que muy rara vez alguien prestaba especial atención a mis

planes sobre reformas fiscales o regulaciones medioambientales) como por

el hecho de que tal vez iba a tener que llevarlas realmente a la práctica.

Ese tipo de proyecciones sobre el futuro me habrían absorbido más

tiempo de no ser por el hecho de que, a pesar de que las matemáticas ya

demostraban que iba a ser el candidato, Hillary sencillamente no se daba

por vencida.

Cualquier otra persona lo habría hecho. Se estaba quedando sin fondos.

Su campaña atravesaba una tormenta política, algunas quejas de su equipo

se habían filtrado a la prensa. La única oportunidad que le quedaba a

Hillary de ganar la candidatura pasaba por convencer a los superdelegados

—varios cientos de cargos demócratas electos y empleados del partido a

quienes se les daba voto en la convención y podían emitirlo como quisieran

— para que la eligieran en la convención del partido en agosto. Era como

agarrarse a un clavo ardiendo, porque aunque Hillary había comenzado con

una ventaja inicial holgada entre los superdelegados (que solían anunciar a

quién iban a votar mucho antes de la convención), cada vez se habían ido

comprometiendo más con nosotros, a medida que se había alargado la

temporada de primarias.

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