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Una-tierra-prometida (1)

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Aun así, tener de repente a hombres y mujeres armados dando vueltas a

mi alrededor adonde quisiera que fuese, o como postes al otro lado de

cualquier habitación en la que me encontraba, fue un golpe para mi manera

de ser. Mi visión del mundo exterior empezó a cambiar, a oscurecerse tras el

velo de la seguridad. Ya no entraba por la puerta principal de un edificio si

existía un hueco disponible en la escalera. Si hacía ejercicio en el gimnasio

del hotel, los agentes cubrían las ventanas con telas para prevenir que un

potencial tirador tuviera vistas panorámicas. En cada habitación en la que

dormía se instalaban paneles antibalas, hasta en nuestra habitación en

Chicago. Ya no podía ir conduciendo a ningún lado, ni siquiera dar una

vuelta a la manzana.

Cuanto más nos acercábamos a la candidatura, más se encogía mi mundo.

Me asignaron más agentes. Restringieron mis movimientos. La

espontaneidad desapareció por completo de mi vida. Ya no era posible, no

era fácil al menos, entrar en un supermercado o tener una conversación

casual con un desconocido en la acera.

«Es como estar en la jaula de un circo —me quejé a Marvin un día— y

ser el oso que baila.»

Hubo días en los que me volvía medio loco, hastiado del estricto régimen

del programa de encuentros públicos, entrevistas, fotos y recaudación de

fondos; me levantaba y me marchaba de pronto, desesperado por buscar

unos buenos tacos o seguir el bullicio de un concierto al aire libre que

sonaba cerca, lo que obligaba a los agentes a salir en desbandada para

alcanzarme, susurrando a los micrófonos que llevaban en la muñeca:

«Renegado en movimiento».

«¡El oso anda suelto!», gritaban Reggie y Marvin divertidos con aquellas

situaciones.

Pero cuando llegó el invierno de 2008, esas excursiones espontáneas ya

sucedían cada vez menos. Sabía que la imprevisibilidad dificultaba el

trabajo de mis agentes de seguridad. Y al fin y al cabo, los tacos no sabían

tan bien como había imaginado cuando me veía rodeado por un círculo de

agentes, sin mencionar las multitudes y los reporteros que rápidamente se

arremolinaban en torno a mí cuando alguien me reconocía. Cada vez que

tenía un respiro, prefería quedarme en mi habitación, leyendo, jugando a las

cartas, mirando un partido de béisbol con la tele a bajo volumen.

Para alivio de sus guardianes, el oso se acabó acostumbrando al

cautiverio.

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