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Una-tierra-prometida (1)

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También me daba cuenta de que aunque los simpatizantes eran capaces

de emplear retazos y partes mías para dar forma a un gran símbolo de

esperanza, los miedos difusos de los rivales también podían emplearlos para

condensar uno de odio. Y he comprobado luego que los mayores cambios

en mi vida se han producido como respuesta a esa perturbadora verdad.

Justo unos meses después de que empezara la campaña, en mayo de

2007, se me asignó protección por parte del Servicio Secreto —con el

nombre en clave de «renegado» y un servicio de seguridad las veinticuatro

horas. No era lo habitual. A menos que se tratara de un vicepresidente en

funciones (o, en el caso de Hillary, una exprimera dama), normalmente a los

candidatos no se les asignaba un equipo de seguridad hasta que no se

hubiera asegurado su candidatura por el partido. El motivo por el que mi

caso se manejó de forma distinta, por el que Harry Reid y Bennie

Thompson, presidente del Comité de Seguridad Nacional en el Senado,

insistieron públicamente al Servicio Secreto para que se movilizara antes,

era auténtico: el número de amenazas dirigidas a mí excedía todo lo visto

por el Servicio Secreto hasta la fecha.

Jeff Gilbert, el encargado de mi seguridad personal, era un chico

impresionante. Un afroamericano con gafas, una actitud abierta y simpática,

que podría haber pasado por un ejecutivo en cualquiera de las cien mejores

compañías según la revista Fortune . En nuestra primera reunión, hizo

hincapié en que quería hacer la transición de la manera más fluida posible y

entendió que, como candidato, yo tenía que tener libertad para poder

interactuar con el público.

Jeff cumplió su palabra. El Servicio jamás nos prohibió realizar un acto y

los agentes hicieron todo lo posible por disimular su presencia (usaban, por

ejemplo, fardos de paja en lugar de portabicicletas de metal para las

barreras frente al escenario al aire libre). Los jefes de turno, la mayoría de

alrededor de cuarenta años, eran profesionales y amables, con un irónico

sentido del humor. Solíamos sentarnos en la parte trasera del avión o del

autobús, y bromeábamos sobre nuestros respectivos equipos deportivos o

charlábamos sobre nuestros hijos. El hijo de Jeff era la estrella de la línea

defensiva en Florida, y todos empezamos a seguir sus progresos en la Liga

Nacional de Fútbol Americano. Reggie y Marvin hicieron buenas migas con

los agentes más jóvenes, e iban a los mismos bares de mala muerte cada vez

que terminaban las tareas de la campaña.

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