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Una-tierra-prometida (1)

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proteínas y cualquier otro producto que había dicho que me gustaba en

alguna ocasión, por muy de pasada que fuera, y en cantidades suficientes

para garantizar la supervivencia en un refugio antiaéreo. A eso le seguía un

descanso para ir al baño en el que Marvin o Reggie me pasaban un gel que

me ponía en la frente y la nariz para que no me brillara la piel en televisión,

a pesar de que uno de nuestros cámaras insistía en que era cancerígeno.

Oía cómo el zumbido de la muchedumbre iba creciendo cada vez más a

medida que avanzaba hacia el escenario bajo las tribunas o las gradas. Ahí

se le hacía una seña al técnico de sonido para que emitiera el anuncio («la

voz de Dios» lo llamaban), y yo escuchaba en silencio entre bastidores

cómo alguna figura local hacía mi presentación. Entonces llegaban las

palabras: «El próximo presidente de los Estados Unidos de América», un

griterío ensordecedor, la melodía de «City of Blinding Lights» de U2, y tras

un rápido choque de puños o un «A por ellos, jefe», atravesaba las cortinas

y salía al escenario.

Hacía eso dos o tres veces al día, de ciudad en ciudad, de estado en

estado. Y aunque el efecto de la novedad pasó rápido, la auténtica energía

de esos mítines jamás dejó de asombrarme. Los periodistas lo describían

«como un concierto de rock», y en cuanto al ruido al menos era bastante

certero, pero no era así como me sentía en el escenario. No tenía intención

de ofrecer a la multitud una interpretación personal, quería más bien ser un

reflector, recordarles a los estadounidenses —por medio de las historias que

ellos mismos me habían contado— las cosas que realmente valoraban y el

extraordinario poder que tenían si se mantenían unidos.

Cuando terminaba el discurso y me bajaba del escenario para estrechar

manos a lo largo del cordón de seguridad, por lo general me encontraba a

gente gritando, empujando y agarrándose entre sí. Algunos lloraban o me

acariciaban la cara, y a pesar de hacer todo lo posible por desalentarlos,

algunos padres jóvenes me pasaban a sus bebés llorando por encima de filas

de extraños para que los alzara. Aquella excitación era divertida y por

momentos conmovedora, pero también un poco irritante. A un nivel muy

básico, me di cuenta de que la gente ya no me veía a mí , con mis

particularidades y carencias. Más bien se habían apoderado de mi rostro y

lo habían convertido en el recipiente de un millón de sueños distintos. Sabía

que llegaría el día en que los decepcionaría, en que no estaría a la altura de

la imagen que mi campaña y yo mismo habíamos ayudado a construir.

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