Una-tierra-prometida (1)
habitaciones de hotel en las que nos alojábamos eran más espaciosas,nuestros viajes más confortables. Tras haber comenzado volando enaerolíneas comerciales, pasamos a experimentar nuestras adversidades envuelos chárter baratos. Hubo un piloto que aterrizó en la ciudad equivocadano una, sino dos veces. Otro intentó arrancar la batería del avión utilizandoun alargador conectado a un enchufe común en la sala de espera delaeropuerto. (Agradecí que el experimento fallara, aunque implicó esperardos horas a que trajeran la batería desde un pueblo vecino en un camión.)Con un mayor presupuesto, ahora estábamos en condiciones de alquilarnuestro propio avión completo con auxiliar de vuelo, comidas y unosasientos que se reclinaban de verdad.Pero el flamante crecimiento trajo consigo normas, protocolos,procedimientos y jerarquías. Nuestro equipo había crecido hasta alcanzarlas mil personas a nivel nacional, y mientras el equipo sénior trataba demantener el estilo combativo e informal de la campaña, yo había dejadoatrás los días en que podía asegurar que conocía a todas las personas quetrabajan para mí. Al desaparecer esa familiaridad, cada día empezaron a sermenos las personas con las que me cruzaba y se dirigían a mí como«Barack». Ahora era «señor», o «senador». Cuando entraba en unahabitación, los miembros del equipo se ponían de pie y se trasladaban a otraparte, dando por descontado que no quería que me molestaran. Si lesinsistía en que se quedaran, sonreían tímidamente y hablaban en susurros.Aquello hacía que me sintiera viejo y cada vez más solo.Curiosamente, lo mismo ocurría con las multitudes en los mítines.Habían aumentado hasta quince mil, veinte mil e incluso treinta milpersonas en los mejores casos, gente que llevaba el logo rojo, blanco y azulde la campaña OBAMA en sus camisetas, gorras y monos, y que esperabandurante horas para entrar en los estadios donde realizábamos los mítines.Nuestro equipo desarrolló una especie de ritual previo al partido. Reggie,Marvin, Gibbs y yo nos bajábamos del coche de un salto frente a la puertade servicio o la puerta de carga y seguíamos al equipo de avanzadilla porpasillos y salidas traseras. Por lo general, me reunía con voluntarios locales.Me sacaba fotos con unos cien voluntarios clave y simpatizantes que mecolmaban de abrazos, besos y pequeñas solicitudes. Firmaba libros, revistas,bolas de béisbol, tarjetas de nacimiento, licenciamientos militares y todotipo de cosas. Luego daba una o dos entrevistas, un almuerzo rápido en unasala de espera provista con botellas de té helado, frutos secos, barras de
proteínas y cualquier otro producto que había dicho que me gustaba enalguna ocasión, por muy de pasada que fuera, y en cantidades suficientespara garantizar la supervivencia en un refugio antiaéreo. A eso le seguía undescanso para ir al baño en el que Marvin o Reggie me pasaban un gel queme ponía en la frente y la nariz para que no me brillara la piel en televisión,a pesar de que uno de nuestros cámaras insistía en que era cancerígeno.Oía cómo el zumbido de la muchedumbre iba creciendo cada vez más amedida que avanzaba hacia el escenario bajo las tribunas o las gradas. Ahíse le hacía una seña al técnico de sonido para que emitiera el anuncio («lavoz de Dios» lo llamaban), y yo escuchaba en silencio entre bastidorescómo alguna figura local hacía mi presentación. Entonces llegaban laspalabras: «El próximo presidente de los Estados Unidos de América», ungriterío ensordecedor, la melodía de «City of Blinding Lights» de U2, y trasun rápido choque de puños o un «A por ellos, jefe», atravesaba las cortinasy salía al escenario.Hacía eso dos o tres veces al día, de ciudad en ciudad, de estado enestado. Y aunque el efecto de la novedad pasó rápido, la auténtica energíade esos mítines jamás dejó de asombrarme. Los periodistas lo describían«como un concierto de rock», y en cuanto al ruido al menos era bastantecertero, pero no era así como me sentía en el escenario. No tenía intenciónde ofrecer a la multitud una interpretación personal, quería más bien ser unreflector, recordarles a los estadounidenses —por medio de las historias queellos mismos me habían contado— las cosas que realmente valoraban y elextraordinario poder que tenían si se mantenían unidos.Cuando terminaba el discurso y me bajaba del escenario para estrecharmanos a lo largo del cordón de seguridad, por lo general me encontraba agente gritando, empujando y agarrándose entre sí. Algunos lloraban o meacariciaban la cara, y a pesar de hacer todo lo posible por desalentarlos,algunos padres jóvenes me pasaban a sus bebés llorando por encima de filasde extraños para que los alzara. Aquella excitación era divertida y pormomentos conmovedora, pero también un poco irritante. A un nivel muybásico, me di cuenta de que la gente ya no me veía a mí , con misparticularidades y carencias. Más bien se habían apoderado de mi rostro ylo habían convertido en el recipiente de un millón de sueños distintos. Sabíaque llegaría el día en que los decepcionaría, en que no estaría a la altura dela imagen que mi campaña y yo mismo habíamos ayudado a construir.
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nuestros viajes más confortables. Tras haber comenzado volando en
aerolíneas comerciales, pasamos a experimentar nuestras adversidades en
vuelos chárter baratos. Hubo un piloto que aterrizó en la ciudad equivocada
no una, sino dos veces. Otro intentó arrancar la batería del avión utilizando
un alargador conectado a un enchufe común en la sala de espera del
aeropuerto. (Agradecí que el experimento fallara, aunque implicó esperar
dos horas a que trajeran la batería desde un pueblo vecino en un camión.)
Con un mayor presupuesto, ahora estábamos en condiciones de alquilar
nuestro propio avión completo con auxiliar de vuelo, comidas y unos
asientos que se reclinaban de verdad.
Pero el flamante crecimiento trajo consigo normas, protocolos,
procedimientos y jerarquías. Nuestro equipo había crecido hasta alcanzar
las mil personas a nivel nacional, y mientras el equipo sénior trataba de
mantener el estilo combativo e informal de la campaña, yo había dejado
atrás los días en que podía asegurar que conocía a todas las personas que
trabajan para mí. Al desaparecer esa familiaridad, cada día empezaron a ser
menos las personas con las que me cruzaba y se dirigían a mí como
«Barack». Ahora era «señor», o «senador». Cuando entraba en una
habitación, los miembros del equipo se ponían de pie y se trasladaban a otra
parte, dando por descontado que no quería que me molestaran. Si les
insistía en que se quedaran, sonreían tímidamente y hablaban en susurros.
Aquello hacía que me sintiera viejo y cada vez más solo.
Curiosamente, lo mismo ocurría con las multitudes en los mítines.
Habían aumentado hasta quince mil, veinte mil e incluso treinta mil
personas en los mejores casos, gente que llevaba el logo rojo, blanco y azul
de la campaña OBAMA en sus camisetas, gorras y monos, y que esperaban
durante horas para entrar en los estadios donde realizábamos los mítines.
Nuestro equipo desarrolló una especie de ritual previo al partido. Reggie,
Marvin, Gibbs y yo nos bajábamos del coche de un salto frente a la puerta
de servicio o la puerta de carga y seguíamos al equipo de avanzadilla por
pasillos y salidas traseras. Por lo general, me reunía con voluntarios locales.
Me sacaba fotos con unos cien voluntarios clave y simpatizantes que me
colmaban de abrazos, besos y pequeñas solicitudes. Firmaba libros, revistas,
bolas de béisbol, tarjetas de nacimiento, licenciamientos militares y todo
tipo de cosas. Luego daba una o dos entrevistas, un almuerzo rápido en una
sala de espera provista con botellas de té helado, frutos secos, barras de