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Una-tierra-prometida (1)

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del Senado, engalanados con sus pines de la bandera, votando alegremente

recortes presupuestarios en los programas de veteranos— decidí dejar mi

pin silenciosamente a un lado. No fue tanto un gesto de protesta como un

recordatorio a mí mismo de que el contenido del patriotismo era mucho más

importante que su símbolo. Nadie pareció darse cuenta, sobre todo porque

la mayoría de mis compañeros senadores —ni siquiera el exprisionero de

guerra de la Marina John McCain— no llevaban ningún pin en la solapa.

Por ese motivo, cuando un reportero local de Iowa me preguntó en

octubre por qué no llevaba un pin de la bandera, le dije la verdad, que no

creía que la presencia o ausencia de un alfiler que podía comprarse en un

bazar fuese la medida del amor que sentías por tu país. Los gurús

conservadores no tardaron en machacar con el presunto significado de mi

solapa desnuda («Obama detesta la bandera», «Obama les falta el respeto a

nuestras tropas»). Y meses más tarde, seguían dándole importancia al

asunto, lo que empezó a molestarme de verdad. Habría querido preguntarles

por qué les llamaba tanto la atención que yo usara o no usara un pin, y no

que lo hicieran los anteriores candidatos a presidente. No me sorprende que

Gibbs me desanimara a desahogarme públicamente.

«¿Para qué darles esa satisfacción? —me aconsejó—. Vas ganando.»

Y tenía razón. Aunque resultó más difícil convencerme cuando

comenzaron a hacer el mismo tipo de insinuaciones sobre mi mujer.

Desde su aparición en Iowa, Michelle había seguido iluminando el

camino de la campaña. Las niñas iban a la escuela, por lo que limitamos sus

apariciones a momentos en que la pugna era muy reñida y solo a viajes de

fines de semana, pero allá adonde iba, era divertida y cautivadora, profunda

y directa. Hablaba sobre crianza y cómo conciliar las exigencias laborales y

familiares. Hablaba de los valores en los que había sido educada; de su

padre que jamás había faltado al trabajo a pesar de la esclerosis múltiple, de

la enorme atención que había puesto su madre en su educación, de que la

familia jamás había tenido mucho dinero, pero nunca les había faltado

amor. Era algo así como Leave it to Beaver , de Norman Rockwell. Mi

familia política encarnaba a la perfección los gustos y ambiciones que se

suelen reivindicar como típicamente estadounidenses. En ese sentido no

conocía a nadie más convencional que Michelle, su comida favorita era la

hamburguesa con patatas fritas, le encantaba ver reposiciones de The Andy

Griffith Show y siempre le entusiasmaba la perspectiva de pasar el sábado

por la tarde haciendo compras en un centro comercial.

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