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Una-tierra-prometida (1)

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De joven aprendí mucho del libro de Du Bois. Pero ya fuera por mi

singular origen y educación o por la época en que llegué a la edad adulta,

nunca sentí de una manera personal esa idea de la «doble conciencia».

Había lidiado con las consecuencias de mi condición de mestizo y con la

realidad de la discriminación racial. Pero nunca, en ningún momento me

había cuestionado —o dejado que otros cuestionaran— mi

«Americanidad».

Por supuesto, nunca antes me había postulado para presidente.

Incluso antes de anunciarlo formalmente, Gibbs y nuestro equipo de

comunicación ya se habían encargado de desactivar muchos rumores

generados en programas de radio conservadores o páginas web poco fiables

antes de trasladarse al Drudge Report y las noticias de la Fox. En algunos

artículos se decía que me había educado en una madrasa indonesia, algo que

generó suficiente atención como para que la CNN enviara a un reportero a

mi antigua escuela secundaria de Yakarta, donde se encontró con poco más

que un puñado de chicos en uniformes occidentales y escuchando New Kids

on the Block en sus iPods. Había quien decía que no era ciudadano

estadounidense (afirmación que podía ilustrarse provechosamente con una

foto en la que yo salía con un atuendo africano, en la boda de mi medio

hermano keniata). Cuanto más avanzaba la campaña, más falsedades

sensacionalistas se ponían en circulación. Estas ya no tenían nada que ver

con mi nacionalidad sino con una «extranjería» más conocida, doméstica y

de tinte más oscuro: se decía que había traficado con drogas, que había

trabajado como gigoló, que tenía vínculos marxistas y que era padre de

varios niños extramatrimoniales.

Era difícil tomarse cualquiera de esas cosas en serio, y al menos al

principio, no lo hizo mucha gente; en 2008, internet era todavía algo lento e

irregular, al margen de las operaciones en los grandes medios de

información dirigidas a penetrar directamente la mente de los votantes. Pero

había formas más indirectas y refinadas de cuestionar mis afinidades.

Después de los ataques terroristas del 11 de septiembre, por ejemplo, me

gustaba llevar un pin de la bandera estadounidense en la solapa, sentía que

era un pequeño gesto de solidaridad nacional ante una tragedia enorme.

Pero más tarde, con el debate que se generó en torno a la guerra de Bush

contra el terrorismo y la invasión a Irak —al ver la sucia campaña que se

hizo contra John Kerry y cómo Karl Rove y sus semejantes cuestionaban el

patriotismo de los opositores a la guerra de Irak, al observar a mis colegas

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