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Una-tierra-prometida (1)

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Nuestro equipo al completo estaba en ascuas el día de las primarias

consciente de todo lo que estaba en juego. Pero cuando por fin llegó la

noche y empezaron a salir las cifras, los resultados superaron nuestras

previsiones más optimistas. Vencimos a Hillary por un margen de dos a

uno, con cerca del 80 por ciento de una participación afroamericana

abrumadora y el 24 por ciento del electorado blanco. Incluso ganamos por

diez puntos entre el electorado blanco menor de cuarenta años. Tras la

tormenta que habíamos cruzado y los golpes que habíamos recibido desde

Iowa, aquello nos dejó exultantes.

Mientras salía al escenario de un auditorio de Columbia para dar nuestro

discurso de la victoria, sentí el pulso de los pies golpeando el suelo y las

palmadas. Varios miles de personas se habían apiñado en el recinto, pero el

brillo de los focos de la televisión solo me permitió ver las primeras filas, la

mayor parte ocupadas por estudiantes universitarios, blancos y negros en

igual medida, algunos de ellos con los brazos entrelazados o por encima de

los hombros de sus compañeros, las caras relucientes de alegría y

resolución.

«¡La raza no importa! —coreaba la gente— ¡la raza no importa! ¡La raza

no importa!»

Localicé a algunos de nuestros jóvenes activistas locales entre la

multitud. Una vez más lo habían conseguido, a pesar de los que decían que

era imposible. Merecían una nueva victoria, un momento de euforia pura,

pensé. No tuve coraje para corregir aquellos cánticos bienintencionados,

para recordarles que en el año 2008, con una bandera confederada y todo lo

que eso implicaba izada en la entrada del Capitolio del estado, que quedaba

a solo unas manzanas de allí, la raza aún seguía importando, por mucho que

ellos quisieran creer otra cosa.

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