Una-tierra-prometida (1)
interpretaron como que la misma idea de que yo fuera presidente era uncuento de hadas, lo que llevó al congresista Jim Clyburn, el líder de lamayoría —el político negro más poderoso de Carolina del Sur, que hastaese momento había mantenido una cautelosa neutralidad— a reprenderlepúblicamente. Cuando Clinton dijo frente a un público de raza blanca queHillary te «enganchaba» de formas en las que no lo hacía ninguno de susoponentes, Gibbs —también nacido en el Sur— sintió reminiscencias delestratega republicano Lee Atwater y sus políticas incendiarias y no tuvoreparo en desplegar a nuestros simpatizantes para que lo dijeran.Echando la vista atrás, no sé si fueron justas todas estas cosas, sin dudaBill Clinton no lo creía así. Pero en Carolina del Sur resultaba difícildistinguir la realidad de la ficción. Me recibieron por todo el estado congran cariño y hospitalidad, tanto negros como blancos. En ciudades comoCharleston, tuve pruebas del tan promocionado Nuevo Sur: cosmopolita,diverso y próspero. Aún más, para alguien que había hecho de Chicago suhogar, no hacía falta que me recordaran que la división racial no era algoexclusivo del Sur.Aun así, mientras viajaba por Carolina del Sur presentando mi programade campaña para la presidencia, las actitudes raciales se volvieron másobvias y a veces directamente abiertas. ¿Cómo podía interpretar a esa mujerblanca y elegante que en una cena se negó, sombría, a darme la mano?¿Cómo podía entender los motivos de esas personas que iban con pancartasen contra de nuestros actos de campaña, desplegando la banderaconfederada y con eslóganes de la Asociación Nacional del Rifle, gritandocosas sobre sus derechos estatales y diciéndome que me fuera a mi casa?No eran solo unos gritos o unas estatuas de confederados los queevocaban el legado de la esclavitud y la segregación. Por sugerencia delcongresista Clyburn, hice una visita a la J. V. Martin Junior, una escuelamayoritariamente negra en la ciudad rural de Dillon, en el noreste delestado. Una parte del edificio se había construido en 1896, justo treinta añosdespués de la guerra civil, y aunque se habían hecho arreglos durantedécadas, no se notaban demasiado. Muros a punto de caer, ventanas ytuberías rotas, pasillos húmedos y sombríos, una caldera de carbón en elsótano que aún se usaba para calentar el edificio... Al salir de la escuela,vacilé entre sentirme desanimado y motivado: ¿qué mensaje recibían todasesas generaciones de chicos y chicas cuando iban a la escuela cada mañanaaparte de la certeza de que su vida no le importaba lo más mínimo a quienes
tenían el poder, que fuera lo que fuera eso del sueño americano no teníanada que ver con ellos?Momentos como ese me ayudaban a entender los efectos desgastantes deun desempoderamiento de muchos años, el filtro de hastío con el quemuchas personas negras de Carolina del Sur absorbieron nuestra campaña.Empecé a comprender la verdadera naturaleza de mi adversario. No meenfrentaba a Hillary Clinton o a John Edwards, ni siquiera a losrepublicanos. Me enfrentaba al implacable peso del pasado; a la inercia, elfatalismo y el miedo que generaba.Los pastores negros y las personas influyentes que estabanacostumbrados a recibir compensaciones para movilizar a los votantes sequejaban de nuestro énfasis en reclutar voluntarios de base. Para ellos lapolítica no tenía que ver con los principios, era una simple cuestión denegocios, el modo en que se habían hecho siempre las cosas. Mientrasestábamos en campaña, Michelle —cuyo tatarabuelo había nacido durantela esclavitud en una plantación de arroz— tuvo que escuchar de muchasmujeres negras con buenas intenciones que tal vez fuera preferible perderunas elecciones a perder un marido, dando a entender que si me elegían, nohabía duda de que me iban a pegar un tiro.El cambio y la esperanza eran un lujo, parecía decirnos esa gente,productos exóticos de importación que se marchitarían con el calor.El 25 de enero, la víspera de las primarias, la NBC publicó una encuestaque mostraba que el apoyo de los blancos de Carolina del Sur a nuestracausa había caído un 10 por ciento. Las noticias agitaron la prensa nacional.Era previsible, entonaron los comentaristas, ni siquiera una altaparticipación afroamericana podía compensar la asentada reticencia blancaa un candidato negro, mucho menos a uno llamado Barack Hussein Obama.Axelrod, siempre en modo catástrofe, me relató aquello mientrasnavegaba por la pantalla de su BlackBerry. Añadió, para terminar dearreglarlo, que si perdíamos en Carolina del Sur lo más probable es quefuera el fin de nuestra campaña. Peor aún, continuó, si ganábamos a duraspenas, la escasez del apoyo blanco alinearía a los Clinton y a la prensa adespreciar la victoria y a cuestionar razonablemente mi viabilidad en unaelección presidencial.
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cuento de hadas, lo que llevó al congresista Jim Clyburn, el líder de la
mayoría —el político negro más poderoso de Carolina del Sur, que hasta
ese momento había mantenido una cautelosa neutralidad— a reprenderle
públicamente. Cuando Clinton dijo frente a un público de raza blanca que
Hillary te «enganchaba» de formas en las que no lo hacía ninguno de sus
oponentes, Gibbs —también nacido en el Sur— sintió reminiscencias del
estratega republicano Lee Atwater y sus políticas incendiarias y no tuvo
reparo en desplegar a nuestros simpatizantes para que lo dijeran.
Echando la vista atrás, no sé si fueron justas todas estas cosas, sin duda
Bill Clinton no lo creía así. Pero en Carolina del Sur resultaba difícil
distinguir la realidad de la ficción. Me recibieron por todo el estado con
gran cariño y hospitalidad, tanto negros como blancos. En ciudades como
Charleston, tuve pruebas del tan promocionado Nuevo Sur: cosmopolita,
diverso y próspero. Aún más, para alguien que había hecho de Chicago su
hogar, no hacía falta que me recordaran que la división racial no era algo
exclusivo del Sur.
Aun así, mientras viajaba por Carolina del Sur presentando mi programa
de campaña para la presidencia, las actitudes raciales se volvieron más
obvias y a veces directamente abiertas. ¿Cómo podía interpretar a esa mujer
blanca y elegante que en una cena se negó, sombría, a darme la mano?
¿Cómo podía entender los motivos de esas personas que iban con pancartas
en contra de nuestros actos de campaña, desplegando la bandera
confederada y con eslóganes de la Asociación Nacional del Rifle, gritando
cosas sobre sus derechos estatales y diciéndome que me fuera a mi casa?
No eran solo unos gritos o unas estatuas de confederados los que
evocaban el legado de la esclavitud y la segregación. Por sugerencia del
congresista Clyburn, hice una visita a la J. V. Martin Junior, una escuela
mayoritariamente negra en la ciudad rural de Dillon, en el noreste del
estado. Una parte del edificio se había construido en 1896, justo treinta años
después de la guerra civil, y aunque se habían hecho arreglos durante
décadas, no se notaban demasiado. Muros a punto de caer, ventanas y
tuberías rotas, pasillos húmedos y sombríos, una caldera de carbón en el
sótano que aún se usaba para calentar el edificio... Al salir de la escuela,
vacilé entre sentirme desanimado y motivado: ¿qué mensaje recibían todas
esas generaciones de chicos y chicas cuando iban a la escuela cada mañana
aparte de la certeza de que su vida no le importaba lo más mínimo a quienes