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Una-tierra-prometida (1)

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Todo aquello era en parte el resultado de una carrera muy igualada, y de

la sensación de que el equipo Clinton parecía considerar más ventajosa una

campaña negativa. Sus ataques, tanto en los medios como a través de sus

intermediarios, habían adquirido un tono más duro. Con un número de

votantes cada vez mayor prestando atención en todo el país, todos éramos

muy conscientes de los riesgos. Nuestro debate de aquella semana fue una

auténtica pelea a puñetazos entre Hillary y yo, con un John Edwards (cuya

campaña estaba dando sus últimos latidos y que no tardaría en abandonar)

reducido a un mero espectador mientas ella y yo íbamos el uno tras el otro

como dos gladiadores en la arena.

Después de aquello Hillary abandonó el estado para continuar su

campaña en algún otro lugar, pero la intensidad apenas disminuyó, porque

en ese momento su campaña dio paso a un enérgico, peleón y omnipresente

William Jefferson Clinton.

Comprendía la situación en la que se encontraba Bill: no solo se trataba

de que su mujer estuviese bajo un escrutinio y ataque constantes, también

debía de sentir como una especie de reto a su propio legado mi promesa de

transformar Washington y arreglar el atasco de los partidos. No hay duda de

que yo acrecenté esa sensación cuando dije en una entrevista en Nevada

que, aunque admiraba a Clinton, no pensaba que su presencia hubiese

transformado la política como lo hizo Reagan en los ochenta cuando

consiguió reenmarcar la relación de los estadounidenses con el Gobierno a

favor de unos principios conservadores. Después de todo el

obstruccionismo y la pura ponzoña a la que había tenido que enfrentarse

Bill Clinton durante su presidencia, no podía culparle por querer ajustarle

las cuentas a un recién llegado arrogante.

Clinton disfrutaba de estar de vuelta en la palestra. Exuberante como era,

viajó por todo el estado haciendo agudas observaciones y con un gran

encanto popular. La mayor parte de sus ataques hacia mí estaban bien

fundados, eran las mismas observaciones que yo mismo habría hecho si

hubiese estado en su lugar: que no tenía experiencia y que si conseguía

llegar a la presidencia los republicanos se me iban a merendar.

Más allá de eso estaban las políticas raciales, algo que Clinton había

gestionado con destreza en el pasado, pero que se volvían algo complejo

contra un candidato negro creíble. Cuando antes de las primarias de New

Hampshire comentó que algunas de mis posturas con respecto a la guerra de

Irak eran un «cuento de hadas», hubo algunos ciudadanos negros que lo

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