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Una-tierra-prometida (1)

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vitoreos y gritos por parte de sus miembros, sino que le forjaron una

reputación como uno de los mejores predicadores del país.

Algunas veces los sermones del reverendo Wright me parecían un poco

desmesurados. En medio de una explicación erudita sobre el Evangelio de

san Mateo o el de san Lucas, insertaba una crítica mordaz sobre la guerra

contra las drogas en Estados Unidos, o sobre el militarismo, o sobre la

codicia capitalista o sobre lo irresoluble del racismo en nuestro país,

diatribas que normalmente estaban fundadas en hechos reales pero también

desprovistas de contexto. Con frecuencia parecían un poco anticuadas,

como si tratara de dar una clase universitaria en 1968 más que liderar a una

próspera congregación que incluía jefes de la policía, famosos, empresarios

ricos y el superintendente de las escuelas de Chicago. De hecho, de cuando

en cuando lo que decía era incorrecto, o estaba al borde de una de esas

teorías conspirativas que se escuchan en la peluquería de la esquina o a las

tantas de la madrugada en un canal de la televisión pública. Era como si

aquel hombre negro de piel clara, de mediana edad y erudito, tratara de

mantener una reputación, de hacer que «sonara real». Aunque tal vez solo

fuera que aceptaba —frente a su congregación y frente a sí mismo— la

necesidad periódica de dejarse llevar, de liberar la ira acumulada después de

una vida en la que se había condenado a la lucha con un racismo crónico, la

razón y la lógica.

Yo sabía todas esas cosas. Hasta para mí, que sobre todo en aquella época

era un joven que se cuestionaba sus creencias y buscaba su lugar en la

comunidad negra de Chicago, el buen reverendo Wright superaba con

mucho sus defectos, del mismo modo que mi admiración por la

congregación y sus ministros superaba con creces mi escepticismo hacia la

religión como institución. Con el tiempo Michelle y yo nos convertimos en

miembros de la Trinity, aunque solo íbamos a la iglesia de cuando en

cuando. Al igual que yo, a Michelle no la habían educado en ninguna fe en

particular, y lo que al principio empezó siendo una asistencia de una vez al

mes, se fue haciendo cada vez menos frecuente. Cuando asistíamos al

servicio, sin embargo, era realmente importante para nosotros y en cuanto

mi carrera política despegó, en algunos momentos cruciales le pedí al

reverendo Wright que elevara unas preces o nos diera su bendición.

Ese había sido el plan para el día en que anunciara mi candidatura; el

reverendo Wright encabezaría la plegaria frente a la multitud antes de que

yo subiera al escenario, pero mientras me dirigía hacia Springfield un día

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