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Una-tierra-prometida (1)

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formas podías decidir hablar sobre ello, como un asunto de conciencia, pero

sabías que tendrías que pagar un precio: los negros podían usar el lenguaje

de grupos interés especiales como los granjeros, los defensores de las armas

y otros grupos étnicos solo asumiendo un gran riesgo.

Evidentemente, ¿no era esa una de las razones por las que me presentaba,

para conseguir librarnos de ese tipo de restricciones? No quería ser ni un

mendigo siempre en la periferia del poder y buscando el favor de sus

benefactores liberales, ni un manifestante eterno y lleno de rabia justiciera a

la espera de que el Estados Unidos blanco expiara su culpa. Ambos caminos

estaban ya muy trillados y ambos, a cierto nivel elemental, nacían de la

desesperación.

No, lo que había que hacer era ganar. Quería demostrarles a los negros, a

los blancos, a los estadounidenses de todos los colores, que podíamos

trascender la vieja lógica; que podíamos reunir a una mayoría trabajadora

en torno a un programa progresista, que podíamos situar asuntos como la

desigualdad o la falta de oportunidades educativas en el mismo centro del

debate nacional y realmente repartir los recursos.

Sabía que para llegar a hacer eso, tenía que usar un lenguaje que hablaran

todos los estadounidenses y proponer políticas que afectaran a todos:

educación de calidad para todos los niños, asistencia sanitaria para todos los

ciudadanos del país. Tenía que pensar en los blancos como aliados más que

como obstáculos para el cambio y formular la lucha afroamericana como

parte de una lucha más amplia para lograr una sociedad más justa y

generosa.

Comprendía los riesgos. Había escuchado las críticas mudas que se

cruzaban en mi camino y que no procedían de rivales, sino de amigos. Que

el énfasis en programas universales a menudo significaba que los recursos

no llegaban directamente a los que más los necesitaban. Sabía que apelar a

los intereses comunes ignoraba los duraderos efectos de la discriminación y

permitía a los blancos no asumir en toda su importancia el legado de la

esclavitud, de Jim Crow y de sus propias actitudes raciales. Me hacía cargo

de hasta qué punto se esperaba de aquella gente negra abandonada con sus

secuelas psicológicas que se tragara constantemente su ira legítima y su

frustración en nombre de algún ideal lejano.

Era demasiado exigirle a la gente negra que adoptara aquella mezcla de

optimismo y paciencia estratégica. Mientras trataba de conseguir votantes y

dirigir mi campaña a través de ese territorio sin mapas, me recordaba

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