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Una-tierra-prometida (1)

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Escuchábamos ese tipo de cosas una y otra vez, sobre todo durante los

primeros meses de nuestra campaña; ese pesimismo protector, la sensación

de la comunidad negra de que Hillary era una opción más segura. Con

figuras nacionales como Jesse Jackson Jr. (y el más reticente Jesse Jackson

Sr.) respaldándonos, pudimos conseguir un buen número de apoyos

iniciales de muchos líderes afroamericanos, sobre todo de los más jóvenes.

Pero muchos prefirieron esperar y ver cómo me iba, y otros políticos

negros, hombres de negocios y pastores —tanto si era por una lealtad

verdadera hacia los Clinton como si se trataba de un deseo de apoyar a la

candidata favorita— salieron a respaldar a Hillary mucho antes de que yo

tuviera oportunidad de defenderme.

«El país aún no está preparado —me dijo un viejo congresista— y los

Clinton llevan mucho tiempo ahí.»

Al mismo tiempo había muchos activistas e intelectuales que me

apoyaban, pero pensando en mi campaña en términos meramente

simbólicos, algo parecido a las carreras de Shirley Chisholm, Jesse Jackson

y Al Sharpton, una plataforma transitoria útil desde la que se podía alzar

una voz profética contra la injusticia racial. Poco convencidos de que fuera

posible una victoria, esperaban de mí que adoptara posiciones lo menos

comprometedoras posibles en casi todo, desde la discriminación positiva

hasta las reparaciones, y estaban constantemente alerta ante cualquier

indicio de que estuviera invirtiendo demasiado tiempo y energía en tratar de

convencer a unos tipos de raza blanca poco progresistas.

«No seas uno de esos supuestos líderes que dan por descontado el voto

negro», me dijo un simpatizante. Me dolió esa crítica, porque era

completamente incorrecta. Había un montón de políticos demócratas que

daban por descontado el voto negro, al menos desde 1968, cuando Richard

Nixon determinó que una política de resentimiento racial blanco era el

camino más sólido para la victoria de los republicanos, lo que dejó a los

votantes negros sin ningún lugar adonde ir. No eran solo los demócratas

blancos los que hacían ese cálculo. No había ningún cargo público negro

que hubiese sido elegido con el apoyo de votos blancos que no fuera

consciente de aquello sobre lo que Axe, Plouffe y Gibbs trataban de llamar

la atención, al menos implícitamente; que demasiado énfasis en los

derechos civiles, en abusos policiales o en cualquier otra clase de asunto

relacionado con algo específico de la gente negra nos ponía en peligro de

sospecha, cuando no de rechazo, para el electorado más amplio. De todas

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