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Una-tierra-prometida (1)

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A pesar de todo eso, las actitudes negras eran complejas en mi

candidatura y en no poca medida estaban motivadas por el miedo. Nada en

la experiencia de la gente de raza negra afirmaba que existiera la

posibilidad de ganar una nominación importante en un partido, mucho

menos a la presidencia de Estados Unidos. En la mente de muchas

personas, lo que Michelle y yo habíamos conseguido ya era una especie de

milagro. Aspirar a más habría sido algo estúpido, volar demasiado cerca del

sol.

«Te lo digo en serio, colega —me dijo Marty Nesbitt poco después de

que anunciara mi candidatura—, mi madre está preocupada por ti de la

misma manera en que solía preocuparse por mí.»

Emprendedor exitoso, antigua estrella adolescente de fútbol americano,

con la apostura de un joven Jackie Robinson, casado con una brillante

doctora, y con cinco maravillosos hijos, Marty era como la encarnación del

sueño americano. Le había criado una madre soltera que trabajaba como

enfermera en Columbus, Ohio. Solo gracias a un programa especial

diseñado para incluir a jóvenes de color en escuelas primarias y

universidades, Marty había conseguido salir del barrio, un lugar en el que

pocos hombres negros podían albergar más esperanzas que la de pasarse la

vida en las líneas de las cadenas de montaje. Pero cuando después de la

universidad decidió dejar un trabajo estable en la General Motors por una

aventura mucho más arriesgada en el negocio inmobiliario, su madre se

inquietó, temerosa de que llegara a perderlo todo por aspirar a demasiado.

«Pensaba que estaba loco por abandonar tal grado de seguridad —me

dijo Marty—. De modo que imagínate lo que piensan ahora mi madre y sus

amigas de ti. No es solo que te estés presentando a las presidenciales, ¡sino

que están empezando a creer que realmente puedes llegar a ser el

presidente!»

Aquel cambio de mentalidad no se limitaba solo a la clase trabajadora. La

madre de Valerie —cuya familia había formado parte de la élite profesional

negra de los años cuarenta y cincuenta, era la mujer de un médico y uno de

los faros del movimiento educativo infantil— manifestaba el mismo

escepticismo por mi campaña al principio.

—Quiere protegerte —decía Valerie.

—¿De qué? —pregunté yo.

—De la decepción —respondió, callando el miedo más concreto de su

madre de que fueran a matarme.

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