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Una-tierra-prometida (1)

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negro, también me enseñó la enmarañada y polifacética verdad de las

relaciones raciales en nuestro país.

«No hay unos Estados Unidos negros, unos Estados Unidos blancos, unos

Estados Unidos hispanos, y unos Estados Unidos asiáticos. Hay solo unos

Estados Unidos de América.»

Aquella fue probablemente la frase más recordada de mi discurso de la

convención en 2004. Mi intención había sido que fuera más una aspiración

que una descripción de la realidad, pero era una aspiración en la que creía y

por la que luchaba. La idea de que nuestras semejanzas son más importantes

que nuestras diferencias estaba en mi ADN. Mostraba también que tenía

una visión práctica de la política. En una democracia se necesita de una

mayoría para provocar un gran cambio, y en Estados Unidos eso implicaba

construir coaliciones que cruzaran diagonalmente las líneas étnicas y

raciales.

No había duda de que en mi caso eso había sido cierto en Iowa, donde los

afroamericanos constituyen menos del 3 por ciento de la población. Día a

día, nuestra campaña no consideró eso un obstáculo, sino un simple hecho

real. Nuestros activistas se enfrentaron a situaciones de animosidad racial, a

veces hasta provocados por potenciales simpatizantes («Sí, estoy pensando

en votar a un negrata», se escuchó en más de una ocasión). De cuando en

cuando, la hostilidad iba más allá de un comentario soez o un portazo. Una

de nuestras simpatizantes más queridas se levantó el día antes de Navidad y

se encontró su jardín repleto de carteles de OBAMA rotos y su casa

vandalizada y cubierta de pintadas con apelativos racistas. Pero más

frecuente que la maldad, era la torpeza, nuestros voluntarios recibían los

insultos que le resultan familiares a cualquier persona negra que ha pasado

tiempo en un lugar con mayoría blanca, alguna variación del clásico «En

realidad no pienso en él como si fuera negro... Quiero decir, es muy

inteligente».

La mayor parte del tiempo me encontré que los votantes blancos de todo

Iowa se parecían mucho a los que había cortejado unos años antes en el sur

del estado de Illinois: amables, atentos y abiertos a mi candidatura, menos

preocupados por el color de mi piel o por mi nombre con reminiscencias

árabes que por mi juventud o mi falta de experiencia, mis planes para crear

puestos de trabajo o el final de la guerra de Irak.

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