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Una-tierra-prometida (1)

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No fue hasta la adolescencia que comprendí lo diferente que la vida de

mi abuela había transcurrido de como ella había soñado, lo mucho que

había tenido que sacrificar, en primer lugar por su marido, luego por su hija

y luego por sus nietos. Me sorprendió lo calladamente trágico, lo coartado

que había sido su mundo.

Y ni siquiera así se me escapaba que solo gracias a la voluntad de Toot

para cargar con todo —para levantarse todos los días antes de que saliera el

sol, ponerse un traje de oficina y unos tacones, coger el autobús hasta su

despacho del centro y trabajar todo el día con documentos bancarios antes

de volver a casa demasiado agotada como para hacer mucho más— ella y el

abuelo pudieron disfrutar de una cómoda jubilación, viajar y mantener su

independencia. La estabilidad que ella había garantizado permitió a mi

madre hacer una carrera que le gustaba, a pesar del sueldo irregular y los

destinos en el extranjero, y gracias a eso Maya y yo pudimos ir a una

escuela privada y estudiar en universidades prestigiosas.

Toot me enseñó a poner al día la libreta y a evitar comprar cosas que no

necesitaba. Ella fue la razón por la que, incluso en los momentos más

revolucionarios de mi juventud, fui capaz de reconocer un negocio bien

llevado y leer las páginas de economía, y por la que me sentía inclinado a

rechazar exigencias demasiado ampulosas sobre la necesidad de destruir

todo y empezar la sociedad de cero. Me enseñó el valor del trabajo duro y

de hacerlo lo mejor posible incluso cuando es desagradable, también a

asumir responsabilidades cuando no resulta ventajoso. Me enseñó que debía

casarme con mi pasión por la razón, no emocionarme demasiado cuando me

iba bien en la vida y no deprimirme demasiado cuando me iba mal.

Todas aquellas cosas me las inculcó una anciana franca y de raza blanca

de Kansas. Eran sus ideas las que me venían a la mente cuando estaba

haciendo campaña, y era su visión del mundo la que encontré en muchos de

mis votantes, tanto si eran de la Iowa rural como si vivían en un barrio

negro de Chicago, esos mismos principios tranquilos en los sacrificios

realizados por los hijos y los nietos, la misma falta de pretensiones, la

misma modestia en cuanto a las expectativas.

Y como Toot había tenido en su crianza tanto una fuerza extraordinaria

como unas limitaciones muy duras, como me quería con locura y habría

hecho literalmente cualquier cosa para ayudarme y aun así nunca había

abandonado ese cauto conservadurismo que la hizo agonizar en silencio la

primera vez que mi madre llevó a casa para cenar a mi padre, un hombre

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