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Una-tierra-prometida (1)

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«Parece que ganar esto nos va a llevar un buen rato —dije con una

sonrisa triste—; de momento veamos cómo podemos curar la herida.»

Nada de tener aspecto de perro apaleado, les dije; nuestro lenguaje

corporal tiene que comunicarle a todo el mundo —la prensa, los donantes y

sobre todo a nuestros simpatizantes— que los contratiempos son algo

habitual en el camino. Me puse en contacto con nuestro desconsolado

equipo de New Hampshire y les dije lo orgulloso que estaba de sus

esfuerzos. A continuación estaba el asunto de qué decir a las mil setecientas

personas que estaban reunidas en el gimnasio de la escuela de Nashua

anticipando la victoria. Afortunadamente durante la semana ya había

trabajado con Favs para rebajar el tono triunfalista del discurso, pidiéndole

que enfatizara más el duro trabajo que nos quedaba por delante. Le tenía

ahora al teléfono para darle instrucciones de que, aparte de incluir una

palmadita en el hombro a Hillary, apenas cambiara nada del discurso.

El discurso que di a nuestros simpatizantes aquella noche acabó siendo

uno de los más importantes de nuestra campaña, no solo un mitin para

levantar los ánimos, sino un valioso recordatorio de aquello en lo que

creíamos. «Ya sabemos que la batalla que nos queda por delante será larga

—dije—, pero recordad siempre que no importan los obstáculos que se

interpongan en nuestro camino, nada puede arrebatarle la fuerza a esos

millones de voces que piden un cambio.» Les recordé que vivíamos en un

país cuya historia había sido construida íntegramente con la esperanza de

unas personas —pioneros, abolicionistas, sufragistas, inmigrantes,

trabajadores a favor de los derechos civiles— convencidas a pesar de tener

unas probabilidades casi nulas.

«Cuando nos han dicho que no estábamos preparados —dije— o que ni

siquiera debíamos intentarlo, o que no podíamos, ha habido generaciones

completas de estadounidenses que han respondido con una creencia sencilla

que resume el espíritu del pueblo: “Sí se puede”». La multitud se puso a

gritar aquella frase como el sonido de un tambor y por primera vez desde

que Axe lo sugirió como mi eslogan para la campaña al Senado, creí de

verdad en el poder de aquellas tres palabras.

La cobertura que hicieron los medios de nuestra derrota en New Hampshire

fue previsiblemente dura; el mensaje que subyacía tras todo ello era que se

había restaurado el orden: Hillary volvía a estar en lo alto. Pero ocurrió algo

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