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Una-tierra-prometida (1)

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Nuestra victoria en Iowa por ocho puntos de diferencia salió en las noticias

de todo el país. Los medios usaban palabras como «deslumbrante» y

«trascendental» para describirla, y apuntaban también que los resultados

habían sido especialmente duros para Hillary, que acabó en tercer puesto.

Tanto Chris Dodd como Joe Biden no tardaron en abandonar sus campañas.

Algunos cargos electos que se habían mantenido cautelosamente en la

retaguardia empezaron a llamar entonces, dispuestos a dar su apoyo. La

prensa me declaró el nuevo líder demócrata y comentó que el alto nivel de

compromiso de los votantes de Iowa era indicativo de una amplia sed de

cambio en Estados Unidos.

Después de haber pasado los últimos años como David, de pronto me

habían dado el personaje de Goliat, y por muy contento que estuviese con

nuestra victoria me sentía extraño en el papel. Durante un año, mi equipo y

yo habíamos evitado venirnos demasiado arriba o demasiado abajo,

ignorando el bombo inicial de mi candidatura y los subsiguientes artículos

sobre su defunción inminente. Con solo cinco días entre Iowa y las

primarias de New Hampshire, hicimos todo lo posible por rebajar las

expectativas. Axe pensaba que las historias demasiado efusivas sobre mí y

las imágenes de televisión con multitudes adorándome («Obama, el icono»,

se quejaba) eran de poca utilidad, sobre todo en un estado como New

Hampshire, donde el electorado —la mayor parte independientes, a los que

gustaba decidir en el último minuto si votar en las primarias republicanas o

las demócratas— tenía fama de ser reticente.

Con todo, resultaba difícil no tener la sensación de que íbamos en el

asiento del conductor. Nuestros activistas en New Hampshire eran igual de

tenaces y nuestros voluntarios tenían tanta energía como los de Iowa.

Nuestros mítines reunieron a multitudes entusiastas, las filas que se

formaban para entrar a veces cruzaban aparcamientos y rodeaban la

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