Una-tierra-prometida (1)

eimy.yuli.bautista.cruz
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07.09.2022 Views

barba blanca y un robusto artefacto de madera en cuyo extremo se las habíaapañado para montar un pequeño monitor de vídeo en el que se veía en loopmi discurso de la cena de gala Jefferson-Jackson.En ese momento no teníamos a nadie de la prensa junto a nosotros,entonces me di un tiempo para vagabundear entre la multitud, estrechandoalgunas manos, dándoles las gracias a los que habían decidido apoyarme ypidiéndoles a aquellos que iban a votar a otro candidato que al menos meconsideraran su segunda opción. Algunos tenían preguntas de últimominuto sobre mi postura en cuanto al etanol o sobre qué tenía pensado hacercon respecto al tráfico de personas. Una y otra vez se acercaban paradecirme que nunca antes habían venido a las asambleas de designación decandidatos —algunos ni siquiera habían votado— y que nuestra campañales había animado a implicarse por primera vez.«Antes no sabía que mi voto contaba», me dijo una mujer.En el camino de vuelta a Des Moines estuvimos en silencio la mayorparte del trayecto, tratando de procesar el milagro que acabábamos depresenciar. Yo miraba por la ventanilla los centros comerciales, las casas ylas farolas, todos borrosos por el hielo del cristal, y sentí una especie de paz.Aún faltaban horas para saber lo que iba a ocurrir. Cuando llegaron losresultados, demostraron que habíamos ganado rotundamente en Iowa, quehabíamos llegado a todos los grupos demográficos; nuestra victoria habíaimpulsado a una participación sin precedentes, que incluía a decenas demiles de personas que participaban por primera vez. Yo aún no sabía nadade eso, pero mientras me alejaba de Ankeny quince minutos antes de queempezara la designación de candidatos, supe que habíamos logrado, aunquefuera solo por un instante, algo noble y real.Justo ahí, en aquel instituto en medio del país y en plena noche deinvierno, había presenciado a la comunidad que tanto había buscado, losEstados Unidos que había imaginado se habían manifestado. En esemomento pensé en mi madre, en lo feliz que habría sido si lo hubiese visto,en lo orgullosa que habría estado, y la eché profundamente de menos.Plouffe y Valerie fingieron que no me habían visto llorar.

6Nuestra victoria en Iowa por ocho puntos de diferencia salió en las noticiasde todo el país. Los medios usaban palabras como «deslumbrante» y«trascendental» para describirla, y apuntaban también que los resultadoshabían sido especialmente duros para Hillary, que acabó en tercer puesto.Tanto Chris Dodd como Joe Biden no tardaron en abandonar sus campañas.Algunos cargos electos que se habían mantenido cautelosamente en laretaguardia empezaron a llamar entonces, dispuestos a dar su apoyo. Laprensa me declaró el nuevo líder demócrata y comentó que el alto nivel decompromiso de los votantes de Iowa era indicativo de una amplia sed decambio en Estados Unidos.Después de haber pasado los últimos años como David, de pronto mehabían dado el personaje de Goliat, y por muy contento que estuviese connuestra victoria me sentía extraño en el papel. Durante un año, mi equipo yyo habíamos evitado venirnos demasiado arriba o demasiado abajo,ignorando el bombo inicial de mi candidatura y los subsiguientes artículossobre su defunción inminente. Con solo cinco días entre Iowa y lasprimarias de New Hampshire, hicimos todo lo posible por rebajar lasexpectativas. Axe pensaba que las historias demasiado efusivas sobre mí ylas imágenes de televisión con multitudes adorándome («Obama, el icono»,se quejaba) eran de poca utilidad, sobre todo en un estado como NewHampshire, donde el electorado —la mayor parte independientes, a los quegustaba decidir en el último minuto si votar en las primarias republicanas olas demócratas— tenía fama de ser reticente.Con todo, resultaba difícil no tener la sensación de que íbamos en elasiento del conductor. Nuestros activistas en New Hampshire eran igual detenaces y nuestros voluntarios tenían tanta energía como los de Iowa.Nuestros mítines reunieron a multitudes entusiastas, las filas que seformaban para entrar a veces cruzaban aparcamientos y rodeaban la

barba blanca y un robusto artefacto de madera en cuyo extremo se las había

apañado para montar un pequeño monitor de vídeo en el que se veía en loop

mi discurso de la cena de gala Jefferson-Jackson.

En ese momento no teníamos a nadie de la prensa junto a nosotros,

entonces me di un tiempo para vagabundear entre la multitud, estrechando

algunas manos, dándoles las gracias a los que habían decidido apoyarme y

pidiéndoles a aquellos que iban a votar a otro candidato que al menos me

consideraran su segunda opción. Algunos tenían preguntas de último

minuto sobre mi postura en cuanto al etanol o sobre qué tenía pensado hacer

con respecto al tráfico de personas. Una y otra vez se acercaban para

decirme que nunca antes habían venido a las asambleas de designación de

candidatos —algunos ni siquiera habían votado— y que nuestra campaña

les había animado a implicarse por primera vez.

«Antes no sabía que mi voto contaba», me dijo una mujer.

En el camino de vuelta a Des Moines estuvimos en silencio la mayor

parte del trayecto, tratando de procesar el milagro que acabábamos de

presenciar. Yo miraba por la ventanilla los centros comerciales, las casas y

las farolas, todos borrosos por el hielo del cristal, y sentí una especie de paz.

Aún faltaban horas para saber lo que iba a ocurrir. Cuando llegaron los

resultados, demostraron que habíamos ganado rotundamente en Iowa, que

habíamos llegado a todos los grupos demográficos; nuestra victoria había

impulsado a una participación sin precedentes, que incluía a decenas de

miles de personas que participaban por primera vez. Yo aún no sabía nada

de eso, pero mientras me alejaba de Ankeny quince minutos antes de que

empezara la designación de candidatos, supe que habíamos logrado, aunque

fuera solo por un instante, algo noble y real.

Justo ahí, en aquel instituto en medio del país y en plena noche de

invierno, había presenciado a la comunidad que tanto había buscado, los

Estados Unidos que había imaginado se habían manifestado. En ese

momento pensé en mi madre, en lo feliz que habría sido si lo hubiese visto,

en lo orgullosa que habría estado, y la eché profundamente de menos.

Plouffe y Valerie fingieron que no me habían visto llorar.

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