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Una-tierra-prometida (1)

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viperino título de: «Hillary Clinton (D-Punyab)». Mi equipo insistió

muchas veces en que el memorándum nunca se escribió para publicarse de

ese modo, pero no importó, sus argumentos chapuceros y su tono racista

hicieron que durante varios días se me llevaran todos los demonios.

Al final no creo que ninguna acción concreta por nuestra parte fuera lo

que llevó a Hillary a aquel exabrupto en la pista. Creo que fue más bien el

hecho global del reto, el intenso fragor de la rivalidad. Aún había otros seis

candidatos en la disputa, pero las encuestas parecían dejar claro que

nosotros estábamos en cabeza, y que estaríamos batallando con Hillary

hasta el final. Fue una dinámica con la que tuvimos que vivir día y noche,

durante fines de semana y vacaciones, incluso muchos meses más, con

nuestros equipos flanqueados a nuestro lado como pequeños ejércitos en

miniatura, cada uno de ellos perfectamente adoctrinados para la batalla. Era

parte de la naturaleza brutal de la política moderna; lo estaba descubriendo,

la dificultad de competir en un juego sin unas reglas claramente definidas,

un juego en el que tu oponente no trata sin más de meter un balón por un

aro o atravesar una línea de gol, sino de convencer al público general —al

menos implícitamente, casi siempre de forma explícita— que en cuestiones

de juicio, inteligencia, valores y carácter, es mucho más valioso que tú.

Puedes decirte a ti mismo que no se trata de algo personal, pero no es así

como lo sientes. Tu familia, tu equipo, tus simpatizantes, todos ellos

cuentan cada pequeño desprecio y cada insulto, real o imaginado. Cuanto

más avanza la campaña, cuando más tensa es la disputa, más se eleva el

tono y más fácil resulta justificar tácticas agresivas. Hasta las respuestas

humanas más elementales que rigen nuestra vida diaria —honestidad,

empatía, educación, paciencia, buena voluntad— parecen síntomas de

debilidad cuando se refieren a la otra parte.

No puedo decir que tuviera todo eso en mente en el momento en que

entré en el debate la noche siguiente al incidente en el aeropuerto. La mayor

parte de las veces veía la irritación de Hillary como una señal de que

íbamos por delante, de que el impulso era verdaderamente nuestro. Durante

el debate el moderador preguntó por qué, si era tan insistente en la

necesidad de un cambio en la política exterior de Estados Unidos, tenía a

tantos funcionarios de la antigua Administración Clinton entre mis asesores.

—Que responda a eso —dijo Hillary en el micrófono.

Hice una pausa y esperé a que se aplacaran las risas.

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